miércoles, 19 de mayo de 2010

Edoardo Sanguineti


 
Hoy, en el obituario de El País, Miguel Mora informa de la muerte de Edoardo Sanguineti. Nació en Génova en 1930 y fue, para muchos, el poeta más representativo de la poesía italiana de vanguardia. Pero fue muchas más cosas, agitador cultural, polemista (que se lo digan a Berlusconi), traductor, profesor universitario, etc. Miguel Mora dice que quienes le conocieron lo definieron como un histrión agudo, muy docto y muy capaz de pellizcar al lector-espectador. Y en la La Repubblica como "Tranquilo, cómico, burlón, provocador, ecléctico, irónico, pirotécnico y elegante”.

Alguien contó que en los setenta era un autor de culto, y citó Vanguardia, Ideología y Lenguaje, una recopilación de cinco ensayos que publicó en Caracas Monte Ávila Editores en 1969 y que en España se leía casi a escondidas. Luego, en 1975, Visor editó Wirrwarr con versión y prólogo de Antonio Colinas, quien dice de él: “La poesía de Sanguinetti siempre ha explicado más que emocionado. Y explica o justifica, enfada o provoca, testimonia o revela con la misma acritud e incertidumbre (…) Lenguaje estridente y machacante, acido, amedrentador, provocador, difuso y confuso, deslumbrante, corrosivo, arrollador de toda “poética” tradicional…

El que sigue es el poema 47, de la segunda parte de Wirrwarr (Reisebilder), imágenes de un viaje, coincide con septiembre de 1971.

ademanera y gozadora, tiene su grácil fama la bella bárbara,
miope y locuaz, brutalmente tatuada-maltratada, la agudísima
conocedora de sicología fisiológica, que de mí se despide
prometiendo (en la lengua de Cervantes) con las cuatro
quintas partes de la huella de un abrazo, carta tras carta:
es el suyo un firme modo de amar a una o dos rodillas.

(Traducción de Antonio Colinas)

Así empieza su novela Il giocco dell’Occa (1967) (es el capitulito 1, y son 111)

Soy yo sin embargo. Estoy en mi gran ataúd. Estoy a oscuras, encerrado. Las voces que se oyen afuera, que llegan hasta aquí, que hablan de mí, para mí, son las voces de las visitas. Con la cara completamente hacia un costado, con gran esfuerzo, veo a algunas de ellas, a algunas de las visitas, por una grieta de la madera, entre uno y otro eje de la pared. Las veo pasar delante de mí, las veo detenerse. Después alguien apoya el ojo en la grieta y se ve que no ve nada. Los personajes están aquí, todos, en el ataúd. Son de madera, como en el tiro al blanco. Hay personajes de los que sólo está la cabeza, que pende del cielo raso, que cuelga. Pero hay personajes que están de cuerpo entero, de tamaño natural, desnudos. Son como sombras espesas, de aproximadamente cinco centímetros. Están en fila, la columna vertebral apoyada en la pared, móvil el cuerpo, completamente de perfil. Si extiendo los dedos rozo a los más próximos, como se rozan las páginas de un libro. Así los reconozco: tocándolos. Toco, por ejemplo, a esa muchacha rosa que está allí no más. La hago volver a mí. Está con la niña bailarina, a la que tiene tomada de la mano. Después le dice a la niña que salga a entretenerse: hale, a jugar, en el corredor, afuera. Oigo los pasos de la niña, que se aleja por el corredor, que salta. Después la muchacha rosa viene a mí, lentamente, de puntillas. Se sienta en el suelo, junto a mí, llorando. Y así, llorando, canta. Canta Mir lauft ein Schauer, que es una vieja canción. Pero mientras tanto, afuera, la niña juega con una pelota. Oigo que la pelota choca en el ataúd; la oigo que cae, que rebota. Oigo, después, que la niña grita. Giro la cara, miro por la grieta. Veo a la niña, veo la pelota, veo pasar a las visitas. Veo, también, los jardines, allá al fondo, con sus avenidas arboladas, con sus pabellones. Con los dedos toco a la muchacha rosa de madera. Siento sus lágrimas: las siento brotar, duras como los duros nudos de la madera. Traducción de Herman Mario Cueva (El juego de la oca, Monte Avila Editores, Caracas, 1969).

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