lunes, 13 de octubre de 2014

La segunda vida de las cosas


Hace unos años cuando llegué a esta ciudad tan desordenada y verde, me llamó la atención lo variopinto del personal y lo elevado de los sueldos. Un día me presentaron a una mujer de ojos claros que estaba aprendiendo español y había estado varias veces en Extremadura, cuando, después de unos minutos, se dio la vuelta, quien me la había presentado añadió los datos de su cargo y de su sueldo. No volví a oír hablar de ella hasta que unos meses después me contaron que había reservado un puesto en una brocante porque se trasladaba y quería vender todo lo que no pensaba llevarse. Me extrañó que una señora de aspecto tan distinguido y situación tan desahogada en vez de regalar o tirar lo que no le servía se pusiera a venderlo en un mercadillo de segunda mano. Una amiga muy cercana contradijo mi asombro con el argumento de las diferencias culturales, pero como esta amiga tiende a meter en el saco de esas diferencias todos los comportamientos para los que no encuentra mejor acomodo, me siguió pareciendo el de aquella señora un gesto poco apreciable. 
Sin embargo, el paso de los años y este derroche de plástico y de consumo me están llevando a plantearme muchas cosas, entre ellas, el gesto de aquella mujer, el juicio de mi amiga y el sentido de esos mercadillos de cosas usadas que son las brocantes. Aquí son muy populares, todos los fines de semana hay alguno en alguna parte, cada barrio, cada localidad tiene el suyo, también otras veces en Extremadura cada pueblo tenía su feria de ganado y algunas eran particularmente apreciadas incluso más allá de la comarca (guardo como oro en memoria el recuerdo de un niño montado en una mula una madrugada de finales de agosto camino de la Feria de San Agustín en Valdefuentes). Nuestras ferias se han perdido o llevan camino de ello, pero aquí estos mercados de pulgas cada día tienen más aceptación y un público cada vez más joven y heterogéneo.
Además, el mercado de las cosas usadas tuvo siempre un peso importante en la economía, luego llegó la fabricación en serie, la deslocalización, etc., y nos deslumbramos con lo nuevo. El historiador del arte medieval García Mansilla tiene publicado un texto sobre el mercado de objetos de segunda mano en la Valencia bajomedieval que es muy esclarecedor sobre la importancia de este comercio. Analizó los protocolos notariales y las actas de diversas magistraturas locales, como el Justícia o el  Governador, y llegó a la conclusión de que diariamente había subastas de bienes de segunda mano que servían para saldar las deudas de individuos insolventes, o bien, tras la muerte de alguna persona, para obtener dinero en metálico con el que liquidar cuentas pendientes y pagar el entierro. También llegó a la conclusión de que todo tenía un precio, y de que todo, por pequeño e insignificante que pareciera, encontraba comprador.
Es verdad, sin embargo, que en ciertos ambientes este tipo de comercio está muy mal visto, que se mira a quienes compran en los mercadillos o en los rastros por encima del hombro, gente pobre y de gusto dudoso, se dice, frikis y extravagantes. También la sospecha suele estar detrás de los que venden y de lo que se vende. Pero dada la salud ambiental de nuestro planeta y el comisario elegido para velar por ella en Europa, quizá haya llegado la hora de cuestionarnos ciertos hábitos y algunos prejuicios. Por ejemplo, ese afán por estrenar sin reparar en la calidad o la necesidad de lo estrenado, parece que nos hubiéramos acostumbrado al estrena y tira; nos aburrimos de las cosas con la misma facilidad con la que las reponemos, combatimos el tedio consumiendo mientras entretenemos el tiempo con la desocupada ocupación de ir de compras, le concedemos al verbo desechar un efecto catártico, tiramos para sentirnos bien, para hacerle sitio a lo que vamos a tirar dentro de poco mientras cargamos de connotaciones negativas palabras como arreglo o remiendo. Se nos llena la boca de desarrollo sostenible pero al mismo tiempo minimizamos la vida de la cosas. Quizá sea eso lo que me gusta de las brocantes, la segunda oportunidad que se le da a los objetos. El reciclaje es una feria permanente y la habilidad de cada uno para renovar lo viejo, al contrario de lo que nos han hecho creer, vale mucho más que todas esas baratijas orientales de cumplidos innecesarios y gusto dudoso.


No sé si quienes venden en estos mercadillos de segunda mano lo hacen para poder comer, para liberar espacio o para sacarse un dinero para un caprichito, pero paseando por ellos uno llega a la conclusión de que casi todos los objetos pueden tener una segunda vida. También de que muchos de ellos pese al paso de los años conservan la calidad y la calidez del buen gusto y las cosas bien hechas. Quizá la conciencia ecológica también pasa por ahí, por darle efectivamente más importancia al valor que al precio, a lo bueno que a lo nuevo, y por mandar a la quinta puñeta a los escrupulosos de Marigargajo y los viciosos del estreno.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Melancólicos otoñales


Oigo decir que televisiones de medio mundo están emitiendo reportajes sobre la venta de pueblos fantasma en España. Ghost villages del interior a precio de saldo. “Miles de aldeas españolas abandonadas se venden por menos de la mitad de lo que cuesta una plaza de garaje en Londres”, era un titular del Daily Mail de hace unos meses. Dicen también que estas emisiones han despertado tanta curiosidad que se puede hablar de una avalancha de interesados. Los potenciales compradores son, sobre todo, suizos, alemanes, rusos, chinos y estadounidenses. Hablan los periódicos de las dificultades del crédito, de lo arriesgado del negocio, y yo me pregunto qué andarán buscando los interesados en ese abandono.
También en el pueblo en el que vengo pasando algunos de mis mejores días de estos últimos años, un suizo se ha comprado una casa. Es una construcción baja, de una planta, una casa humilde en cuya puerta hay siempre aparcado un pequeño utilitario. Me comentan que es un hombre solitario que sale a pasear cada mañana, que come mucha fruta. También dicen que le han oído contar que ha recuperado la calma.
Oígo hablar de estos pueblos abandonados en estos días de comienzo de estación y pienso en la calma del suizo, en los días de la infancia y en los melancólicos otoñales. Los atardeceres de finales de septiembre son ya el preludio del abrigo de marta cibelina, los días empiezan a menguar, la luz palidece y la noche nos coge desprevenidos cada tarde.
Escribe Borges en Inquisiciones que el atardecer es el conflicto de la visibilidad y de la sombra, es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas visibles. Nos desmadeja, nos carcome y nos manosea, pero en su ahínco recobran su sentir humano las calles, su trágico sentir de volición que logra perdurar en el tiempo. Son esos ratos de conflictiva visibilidad los que con más empeño persisten, ciertas tardes de las que a veces, incluso, cuesta reponerse. Estampas de un entonces más añorado que vivido, menos feliz que melancólico, pero también mucho más hospitalario que este aluvión de días en desabrigo. En esa colección de atardeceres, el arranque del otoño y los niños de pueblo siempre llevan ventaja
Con septiembre vuelve la alegría siempre pasada de la sementera, el tintineo de las esquilas, niño, cierra la puerta, y al pasar el atajo aquel olor espeso de cagalutas y silencio, el ruido de las herraduras sobre las piedras antes de que convirtiéramos las calles en carreteras, las tardes de chopos y de gachas, la berrea, la torre y los vencejos. También el recuerdo de las niñas jugando al corro en la plaza, la dulcedumbre triste de aquellas cancioncillas monorrítmicas y sentimentales, La señorita Carmen que creída está, se va a volver loca de tanto pensar, si piensa en Luisito, Luisito no la quiere y la pobre de Carmen de pena se muere...
Y sin embargo, hay cada vez menos gente en nuestros pueblos, menos jóvenes, cierran las escuelas y concentran a los niños. Los pueblos sólo se tonifican con las vacaciones del verano, pero se acaba agosto y con el sabor dulce de los melocotones se van también las voces de los chiquillos por la calle, el peligro de las bicicletas, las toallas, y otra vez el sosiego denso de los pueblos silenciosos. De nuevo el trágico sentir de volición, el deseo de escapar, la llamada del retorno, el entonces y el después. 
Pienso en esos pueblos abandonados de España mientras buceo en el vacío azul de las palabras y me pregunto, qué cementerio de elefantes, qué mina de marfil andarán buscando esos potenciales compradores, cuánto le durará la calma al suizo, acaso la quietud de fuera ayuda a encontrar el sosiego que por dentro se anda buscando, cómo serán los septiembres de los niños sin pueblo, quién se hará cargo de tanto abandono. 

domingo, 27 de abril de 2014

Volver para ver


Salir para ver. Escribe Antonio Muñoz Molina en ese ejercicio de sentido común que es Todo lo que era sólido, que "sin que nadie me alentara ni me contara historias sobre el mundo exterior yo quise irme desde niño", porque sí, por gusto, por la novelería de sentirse extranjero, que esa fue una de las ensoñaciones más antiguas de su vida, desde que de niño se asomaba a los miradores de Ubeda y deseaba saber qué habría al otro lado de la sierra de Mágina. Al leerlo veía a otro niño en sus días de Robledillo, un espectador de la expectación con la que se recibía en el pueblo los primeros domingos de verano aquel autobús del tío Moisés que llegaba de Barcelona repleto de paisanos emigrados y de abrazos. Volvían llenos de júbilo y con regalos, traían también palabras nuevas, noi, adeu, pelas, plegar, llegaban con sus primeras vacaciones pagadas, exultantes, siempre con ascensos y un apetito voraz.

ERA UN GOZO efímero que empezaba a claudicar con el paso del verano; de viernes en viernes, el pueblo se vaciaba de gente y de alegría, desde la misma esquina o desde otra, en el mismo autobús o en los coches particulares de los más prósperos, el niño aquel los veía partir con las cantimploras de aceite, de vino, los manojos de orégano, las aceitunas, las bacas repletas de cajas de cartón y maletones, los besos atropellados y repetidos. Parecía imposible que en aquellos coches pudieran caber todos y todo, pero al final, tras los reproches y los apretujones, entraban todos e incluso los encargos; y otra vez más besos, los últimos, los pañuelos de la mano, el humo de los tubos de escape. Sí, al final se iban, y con ellos se llevaban el mundo que estaba más afuera, y el niño melancólico los veía alejarse en una espera larga e interminable como el invierno, sin más horizonte que el deseo y el coche de línea que cada tarde al pasar, ¡Doña María !, la cacharra, anunciaba, todos de pie, en fila, las tablas de multiplicar, cantando, el final de la escuela.

No creo que las personas tengan que estar atadas a sus territorios de origen. Hay quien desea quedarse igual que hay quien desea irse y las dos actitudes merecen respeto, dice Muñoz Molina. Al que quiere quedarse es delito expulsarlo, o hacerle la vida tan difícil que no le quede más remedio que intentar el destierro. Al que quiere irse no es lícito cerrarle la frontera ni llamarle desertor. Cada uno es como es. Incluso, dice el escritor, he leído que en cada especie están repartidos genéticamente el impulso de irse y el de quedarse, de manera que sean mayores las posibilidades de supervivencia. Tal vez sea así. Sí, seguramente es así, y, sin embargo, en cada partida y en cada regreso uno se va educando y siempre es otro y siempre el mismo, consigo lleva el gozo y la penitencia.

LO DIGO AHORA que estoy, que me educo paseando por las calles de Cáceres, que disfruto de espacios redivivos, del gozo de mirar desde el café de los siete jardines, de sentarse en el olivar de la judería, de la voz de un muchacho con guitarra en los estribos de San Mateo. Ahora que celebro la vuelta caminando por Monfragüe, que me cruzo con cientos de turistas que disfrutan con los algodonales de jaras, las lomas malvas de cantueso, el vuelo de milanos y alimoches, la sombra del ojaranzo, el agua fresca de la Fuente del Francés, los acebuches centenarios.

"No creo que las personas tengan que estar atadas a sus territorios de origen" dice Muñoz Molina y sin embargo, qué lazos invisibles son esos que no se aflojan, que se ajustan en cada primavera, en cada vuelta, a cada instante aquí y en el recuerdo. Sí, salimos para ver y para dejar de ver, pero sobre todo para ver cuando volvemos. Lo hacemos ilusionados, relamiéndonos de camino "con las mieles de las mieles de los goces", y así, hasta que de pronto, también descubrimos nítidos, agazapados, intactos los miedos del entonces.

domingo, 13 de abril de 2014

La luna y el yunke

Foto: Olivier Bruniels Fuuuuuuuuuuuuuuuuu, les photos bruxelloises

El 25 de mayo son las elecciones al Parlamento Europeo. Si no fuera tan considerado con la voluntad de los otros, les incitaría a que votaran, les diría que en esta ocasión el Parlamento va a tener más poder, que por primera vez desde el Tratado de Lisboa su voto va a contribuir a determinar quién será el presidente de la próxima Comisión, etcétera.

Les diría también que si les desanima el frío que hace adentro, piensen en el que hace afuera; que las opciones son varias y siempre hay alguna preferible a las otras, y más cosas parecidas. Sin embargo, ¿quién es nadie para decir a otro alguien lo que tiene que hacer? ¿Cómo invitar a un circo en el que las instalaciones cada día chirrían más y los payasos cada vez hacen menos gracia? En estos días en Bruselas ha habido, como siempre, cientos de reuniones. Me entero de ellas, como ustedes, por los periódicos y casi a mi pesar.

Sin embargo, dos de estas han llamado particularmente mi atención. Una multitudinaria, con mucho ruido y no sé si con mucho eco; la otra más sorda, casi con sordina, aunque probablemente de mayor alcance. 

La primera. Hace unos días las calles de Bruselas se llenaron de sindicalistas venidos de muchas partes de la UE. Los había convocado la Confederación europea de los sindicatos, respaldada, entre otros muchos, por UGT y CCOO. El lema de la manifestación, a la que asistieron Cándido Méndez y Fernández Toxo, era "Un nuevo pacto para Europa. Luchando por la inversión, empleos de calidad e igualdad". Las pancartas decían cosas como "personas, no beneficios", "medidas de austeridad igual a pobreza duradera", etcétera.

Criticaban la política de austeridad y los recortes en la Unión Europea, la manera como están gestionando los políticos la crisis, las medidas antisociales que se han tomado hasta el momento, etcétera. También clamaban por una Europa más unida y sobre todo más social. Las cifras de asistentes bailan, ya saben, para unos no eran más de quince mil, para otros no eran menos de cuarenta mil.

Y también, como suele ser frecuente en estos casos, hubo fuertes medidas de seguridad, los helicópteros sobrevolando la marcha, los cordones policiales, los botes de humo, los palos, dados y arrojados, los contenedores, los extintores, los cristales, etcétera. La ciudad quedó colapsada y los atascos duraron hasta bien entrada la tarde. Sin embargo, aún no he oído decir que la próxima tendrían que celebrarse en una pradera a las afueras, o prohibirla directamente. Hay derechos que por aquí, hasta ahora y por lo que sé, no se cuestionan.

La segunda reunión ha sido mucho más reducida y, sin duda, también menos ruidosa. Asistieron, por lo que leo, Juncker, Shulz y Guy Verhofstadt . Ya saben, los cabezas de lista de los populares, socialistas y liberales. Hay más candidatos, pero como dijo alguien con más sorna que gracia, estas son las tres patas del banco que cuentan con el beneplácito de los otros bancos.

Por lo visto, hay un acuerdo tácito entre estos tres grupos, el más votado será el primero que intente reunir en torno a él la mayoría parlamentaria que nombre al presidente de la Comisión. O sea, que no hace falta ser adivino para prever que, o bien Juncker o bien Shulz, será el sustituto de Durao Barroso.

Y alguno de ustedes se preguntará, y si es así, ¿qué pinta el invitado? Dos posibles explicaciones, una para que le inviten y otra para que acepte la invitación. La primera, Juncker y Shulz invitan a Guy Verhofstadt porque, aunque parecen tenerlo todo bien atado, no las tienen todas consigo. Como cada vez son más los críticos y euroescépticos de uno y otro lado, desconfían de que al final entre los dos no alcancen la mayoría absoluta y el negocio se les venga abajo. Además, me temo, también desconfían de los suyos propios. Me explico, como el voto es secreto y la unidad de Europa inversamente proporcional a la fuerza de sus nacionalismos, ni uno ni otro quiere arriesgarse a que al final algunos de los suyos termine votando al otro por paisanaje en vez de votarle a él por coincidencia ideológica. Visto así, un pacto entre tres siempre es más seguro, vendría a ser una doble vuelta en la cerradura del acuerdo.

¿Y el invitado, por qué va? Sin duda porque le interesa. El interés puede ser que una vez que hayan elegido al sucesor de Barroso como presidente de la Comisión, habrá que elegir al presidente del Parlamento Europeo, y ese puesto puede estar reservado para Guy Verhofstadt, el líder de los liberales. Será un premio menor, pero le mantiene en la pomada. Demos tiempo al tiempo, aunque yo no lo descartaría.

Y entre lo previsible, una reunión y la otra, las dudas y el cansancio. Si todo está más o menos pactado y decidido, ¿qué sentido tiene todo este circo?, ¿tan bien insonorizados están los despachos de nuestros dirigentes que no se oyen las voces de la calle?, ¿tan amarradas tienen las bridas que no les asusta el nervio del caballo? ¿Y los ruidos de sables en Kiev o Sebastopol, tampoco los oyen o también los tienen afinados? ¿Cuándo van a dejar en paz esa palabra tan hermosa y respetable que se llama austeridad? ¿Y si estuvieran en la luna, con su polisón de nardos y sus senos de duro estaño?

Pienso en la fragua de Lorca y me acuerdo del yunke de Bakunin, el libro de COU, la letra tardíamente adolescente, algún día el yunque, cansado de ser yunque, pasará a ser martillo. La impresión de lo fatal, que no tengamos que lamentarlo.

domingo, 16 de febrero de 2014

Dublín



Escribió Rafael Argullol que la experiencia del viaje está formada por flujos discontinuos de pulsión, pasión y conocimiento. También de la literatura podemos decir lo mismo. Quizá por eso, la literatura y el viaje, si se puede, si se sabe, si se quiere, son la mejor terapia contra la rutina perversa, contra la presencia a veces insoportable del otro, y siempre de algunos otros. También contra este jodido ruido mediático que tanto nos atrona con finales y rencores.

Pero el viaje, como la literatura, son, sobre todo, placeres solitarios. Se puede leer en voz alta y se puede viajar en grupo, se puede leer para saber y se puede viajar para contarlo, pero ni las risas, los aplausos, el conocimiento o la conversación alcanzan el goce íntimo que producen algunos párrafos, ciertos versos, esas calles nunca paseadas en las que unos ojos, un trecho, se te plantan delante y se te quedan para siempre retenidos. Es ahí, en esa gozosa fugacidad de un encuentro, en la impresión sensitiva y el placer de lo íntimo, donde está el deleite y el estímulo.

Hay, sin embargo, ciudades que por sus resonancias literarias están llamadas a ser una incitación para el viajero. Dublín es un ejemplo. Samuel Beckett, W. B. Yeats y George Bernard Shaw , los tres premios Nobel de Literatura, vivieron y trabajaron allí; y ese fue el argumento de las autoridades dublinesas cuando en 1991, con la excusa de Dublín capital europea de la cultura, crearon el museo de escritores de la ciudad. Está ubicado en una antigua casona rehabilitada de un productor de whisky: dos plantas, vitrinas con objetos personales, varias máquinas de escribir, paneles con datos biográficos, algunas reproducciones de pasajes memorables, etcétera. Un espacio modesto que nos invita a leer y a viajar, que nos despierta el interés por Oscar Wilde o Jonathan Swift y, cómo no, por James Joyce .

El Ulises de Joyce es una novela extensa que nos relata la vida de Leopold Bloom en un día cualquiera (pero siempre el 16 de junio de 1904) por las calles de Dublín. Puede ser leída como el monólogo interior de un publicista cuarentón, pero también como el monólogo interior de toda la modernidad. Una novela memorable que todos los años se festeja. Desde hace más de cincuenta, en Dublín cada 16 de junio se celebra el Bloomsday (el día de Bloom). Ese día los joyceanos de medio mundo se encuentran en la capital de Irlanda para conmemorar el genio de Joyce. Siguen los pasos de Leopold, empiezan con el abundante desayuno de riñones fritos (el sutil sabor de orina levemente olorosa) y pasan el día callejeando por Dublín (con paradas en los pubs, por supuesto). Algunos escritores españoles son, o han sido, fijos y devotos del Bloomsday, Antonio Soler, Ray Loriga, Jordi Soler, Marcos Giralt Torrente , o Eduardo Lago , por ejemplo. Son escritores leídos, en algún caso con más disciplina que placer. También lo es Vila-Matas , cuyo Dublinescas , se ha dicho, es una especie de vademécum de los seguidores del Bloomsday (y es también, valga el inciso, el único título traducido de un autor español que un día cualquiera de 2014 puede encontrarse, entre mucho Murakami , en la mesa Translated fiction de la prestigiosa librería dublinesa Hodgles Figgis).

Sí, hacer la ruta de Bloom puede ser una opción para un viaje, pasear por Dublín con el Ulises de Joyce de la mano, llevarlo subrayado y en el pub Davy Byrne's leer algunos párrafos; o buscar el emplazamiento exacto y contemplar el río Liffey como si se fuera un personaje de novela. Pero no hace falta ser un devoto de Joyce ni haber leído su Ulises para disfrutar de los encantos de la capital irlandesa, para tomarse un café en el legendario Bewley's o una espesa y reposada cerveza guinness en un pub cualquiera, para que cada uno pasee su monólogo interior por las calles que le dé la gana. Y si el tiempo desapacible de Dublín desanima a alguien, que ese alguien piense en lo que reconforta el carácter alegre de su gente, su mirar amable y su facilidad para la palabra. Otro grande de la literatura, también escritor de Dublín, John Banville, suele decir que Irlanda es un país de contadores de historias. Lo mismo se ha dicho de España, y es probable que en ningún otro país de latitudes superiores los españoles se sientan tan cerca de casa como cuando están en Irlanda. Ian Gibson , también dublinés, dijo aquello de que España es Irlanda con sol. También podría decirse Irlanda es España con muchas más tardes de invierno y algunas espléndidas mañanas igual de soleadas.

Ahora bien, se puede disfrutar de la lectura y de Dublín sin leer el Ulises y se puede disfrutar del viaje sin ir a Dublín. No hay libro tan malo que no tenga algo bueno, escribe Borges en el prólogo de su Antología poética 1923-1977, citando el libro tercero de las Epístolas de Plinio el Joven . Tampoco hay ciudad por muy vecina que sea que paseada a deshoras o por calles menos frecuentadas no nos ayude a airear nuestro monólogo interior (Alvaro Valverde reincide en su poesía y en su prosa en lo propicio para la divagación y la deriva de las calles secundarias). Y es que en el fondo, no se nos olvide, lo mejor del viaje y de la literatura es su poder de transgresión. Lo dice en China para hipocondríacos José Ovejero, un viajero afincado en Bruselas, viajar, como escribir, es eso, inventar nuevas vidas para escapar a las limitaciones de la propia. O dicho con palabras más nuestras: viajar y leer son maneras de huir que ayudan a encontrarse.