martes, 6 de octubre de 2015

Ninguna guerra gana la paz



“Ninguna guerra gana la paz”, podía leerse en una pancarta de una de las imágenes del telediario que informaba de los acuerdos de La Habana entre el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y Rodrigo Londoño, Timochenko,el líder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC). Se dice que las conversaciones habían dado resultado y que ya hay una fecha límite para sellar la paz: el 23 de marzo de 2016. Es una buena noticia. También se pusieron de acuerdo en llamarlo conflicto armado de Colombia pero es guerra vieja en toda regla, otro más de los largos ejercicio de oprobio que nos rodean. Los datos son elocuentes y humillantes, se recogen en un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica que retrata el horror en números: entre 1958 y 2012 murieron 220.000 personas directamente por causa del conflicto y la inmensa mayoría eran civiles. Entre 1985 y 2012 hubo 25.005 y 1.754 casos probados de desaparecidos y víctimas de violencia sexual respectivamente. Además se habla de miles de niños reclutados, de miles de amputados, de miles de secuestros, de cuerpos despedazados con motosierras, hornos crematorios, escuelas de tortura, etc.

También de millones de desplazados, porque el conflicto, aunque se extendió por toda Colombia, ha afectado sobre todo a las zonas rurales. En el país urbano se ve como una guerra próxima pero ajena, metida entre las montañas. Lo escribía recientemente en un artículo en el diario El espectador el líder jesuita Francisco de Roux: “las comunidades campesinas son las estigmatizadas, cargan con el dolor de sus muertos y están abandonadas a la inseguridad y al desplazamiento como resultado de un conflicto que no es de ellas”. Solo entre 1996 y 2012 se dieron 4.744.048 de desplazados, la inmensa mayoría campesinos a los que despojaron de su tierra y arrojaron a los barrios pobres de las ciudades a punta de pistola. Llegan a una periferia de miseria y de indiferencia. La solución de la ciudad es una trampa de desarraigo y hambre. Algunos lo saben y resisten. Lo decía un campesino, Luis Flores, en un reportaje de televisión: “Yo soy pobre desde cuna, tuve mis hijos, unos me acompañaron un tiempo, otros los…, uno de los muchachos lo desaparecieron, sí, lo cogieron ahí, no volvió a la casa. Y entonces llegó el desplazamiento de esa gente de paramilitares y el ejército, y nos fuimos para la ciudad, y allá, qué, como digo yo, qué saca uno con salirse para una ciudad, hacer qué, morirse de hambre uno, el que es del campo es del campo, eso son pendejadas”.

El conflicto armado en Colombia es una responsabilidad compartida entre las FARC, los paramilitares y el Estado. Esa es una de las conclusiones a la que llegaron y en la que coincidieron los doce expertos de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas de Colombia hace unos meses. Se entiende. La de Colombia es una guerra tan larga que buscar el origen es perderse en disquisiciones. Se está viendo en La Habana, la paz solo es posible si se pasan por alto los agravios. Es razonable, por otra parte, que los responsables de la guerrilla, sean de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia o del Ejército de Liberación Nacional, no quieran asumir ellos solos la responsabilidad de haber iniciado la guerra, que tengan razón cuando dicen que fue la injusticia contra el pueblo lo que llevó a sus integrantes a tomar las armas. Y seguramente cuando lo hicieron, lo hicieron con la sincera intención de construir una Colombia mejor, con más participación del pueblo y con más justicia social. Pero la realidad es que el conflicto se ha encallado y los resultados están muy lejos de ser lo que ellos esperaban. Además, el surgimiento de los paramilitares desbordó totalmente a la guerrilla y convirtieron en un infierno los pueblos y los campos donde había convivido la insurgencia. Se puede leer en un libro reciente titulado Y sin embargo se mueve, una reflexión colectiva en pro del diálogo con el Ejército de Liberación Nacional. Muchas veces y de muchos sitios, los guerrilleros huyeron ante el avance de los paramilitares con el apoyo de las Fuerzas Armadas del Estado, se refugiaron en las montañas y dejaron a la población abandonada y estigmatizada en manos de la “justicia” paramilitar: masacres, torturas, mutilaciones, terror, dominación, etc. Escribe el citado De Roux: “La realidad es inmensamente compleja, pero parte importante de la verdad es que el paramilitarismo creció como forma de seguridad de las grandes propiedades, amparado por el establecimiento, para responder a la guerra irregular en la que se alzó la guerrilla y para hacer directamente el trabajo sucio que no podía hacer la institucionalidad”. Es vox populi que los paramilitares contaron con la anuencia y el respaldo del Estado. Me lo dijo un taxista en Bogotá: “Se casaron con un diablo para matar a un diablito”.


Llegados a este punto, querer que la guerra siga es querer que sigan sufriendo los mismos de siempre. Pero a esos de siempre les sobran los motivos para estar hartos de balas y de palabras, de que luchen en su nombre pero sean ellos los que tengan que poner la tierra, el duelo y los muertos. Por eso, en estos días de esperanza, y asumiendo que en las negociaciones de La Habana se dejen fuera la corrupción, el clientelismo, etc., cobran fuerza lo que escribía recientemente Héctor Abad Faciolince: “En aras de un país menos violento, y de un futuro que no esté teñido de terrorismo guerrillero ni de contraterrorismo paraestatal, tengo la impresión de que la mayoría de quienes hemos sufrido penas inmensas en estos largos años de conflicto, consideramos, en palabras de Séneca, que “es preferible una paz injusta a una guerra justa”.

lunes, 27 de abril de 2015

Congo


Ella volvió del cine y lo encontró viendo la televisión. Le dijo: ¿Qué pueden tener en común la violación de una niña de seis años y el teléfono móvil que tú te palpas cada mañana antes de salir de casa?  

El Congo fue la propiedad privada de Leopoldo II, rey de los belgas, entre 1885 y 1906. Él nunca se dignó en bajar hasta allí, quizá por eso no se enteró de que durante esos cuatro lustros sus mercenarios aniquilaron, de una u otra manera, a seis o siete millones de nativos, aproximadamente el 40 % de la población del país. Lo contó Adam Hochschild en un ensayo que publicó la editorial Península con el título El fantasma del rey Leopoldo en 2007. A lo mejor, si no fue, fue por eso. Tampoco le hizo falta. A su servicio y en nombre de la civilización muchos mercenarios belgas se encargaron de llevar a cabo uno de los expolios y exterminios más vergonzantes de la historia. Un ejercido de cinismo y de barbarie del que muchos se enteraron en 1902 cuando Joseph Conrad publicó ese libro soberbio que es El corazón de las tinieblas. Cuatro años después de su publicación, Leopoldo II cedió sus posesiones africanas al Estado belga, al “petit pays, petit gens” del que se sentía protector. 

Desde entonces las cosas no han cambiado demasiado en el Congo y las relaciones entre ambos territorios siguen siendo difíciles. En Bélgica la historia del Congo tiene mucho de vergüenza y de tabú y en el Congo muchos consideran a Bélgica cómplice y responsable de su historia y de su miseria. Es probable que algo de verdad haya en ello y que de aquellos polvos de acción humanitaria y catequizadora vengas estos lodos de impunidad y de avaricia. De riqueza y de miseria, porque el Congo, dicen, es un país bello y rico, y esa es, paradójicamente, otra vez más, la principal causa de su desgracia. La literatura y el cine están llenos de ejemplos que lo demuestran. Antes del conradiano “corazón de tinieblas”, ya supimos de la riqueza del Congo por los viajes en canoa de los exploradores Brazza y Stanley. Luego también por los de André Gide y Graham Greene. Mucho después por Bernardo Atxaga en Siete casas en Francia o Vargas Llosa en El sueño del celta. En el cine, es esclarecedor el documental de Peter Bate El rey blanco, el caucho rojo, la muerte negra, (2003). Acaba de estrenarse en Bruselas otro documental que demuestra que es cierto algo que se ha dicho miles de veces, que la realidad siempre supera a la ficción. Me refiero al documental “L'homme qui répare les femmes – La colère d’Hippocrate” (El hombre que repara a las mujeres. La cólera de Hipócrates)

El hilo conductor de este documental dirigido por los especialistas en África Thierry Michel y Colette Breckman es el ginecólogo y activista de los derechos humanos Denis Mukwege (Premio Olof Palme por su trabajo a favor de la paz y de los derechos humanos en la República Democrática del Congo y premio Sájarov del Parlamento Europeo a la libertad de conciencia, entre otros). El doctor Denis Mukwege fundó hace 16 años el hospital Panzi, en Bukavu, en la región de Kivu del Sur, y allí ha tratado a miles de mujeres y niñas que han sido violadas. Muchas de ellas, por varios hombres a la vez y además delante de su comunidad y de su familia. Lo hacen así porque esa es la manera de estigmatizarlas, de destrozarlas por dentro, por fuera y para siempre. Por eso, además de violarlas, también les destruyen sus genitales, les introducen heces, productos químicos, plástico hirviendo, etc. Las condenan a todos los dolores posibles y de por vida. 

Hay quien explica este tipo de prácticas en lo arraigado que está en la zona la magia negra, en la vieja creencia de que la sangre de las muchachas vírgenes purifica a los hombres y les provee de riqueza. Pero el documental demuestra que la realidad es mucho más prosaica y moderna, que las vaginas se han convertido en un campo de batalla, pero la guerra se libra por los metales, antes era por el caucho y los diamantes, ahora es por la casiterita y el coltán, tan indispensable para móviles, tabletas y consolas, etc. También se lo dijo muy claro la periodista, abogada y activista por los derechos de la mujer y premio Príncipe de Asturias a la Concordia 2014, Caddy Adzub al exmisionero Chema Caballero: “La mujer congoleña es el centro de la familia. Es la que la mantiene a través de lo que cultiva, de lo que vende (…) Gracias a su trabajo, las comunidades funcionaban. Cuando comenzó la guerra, los que la habían planificado sabían que en Congo, para ganar la guerra, había que destruir a las mujeres. Una mujer violada es una mujer enferma”. Eso mismo, pero aun con más crudeza, se lo cuenta Adzub también a Ouka Lelee en un documento estremecedor que puede verse en la red y que se titula Pour Quoi? Una mujer valiente.

También el doctor Denis Mukwege es un hombre valiente. En 2012 profirió un discurso ante la ONU: “Me encantaría decir que tengo el honor de representar a mi país, pero no puedo. De hecho, ¿cómo puede uno estar orgulloso de pertenecer a una nación sin defensa, abandonada a sí misma, completamente saqueada e impotente frente a 500.000 de sus niñas violadas durante 16 años; seis millones de sus hijos e hijas asesinados durante 16 años sin una solución duradera a la vista?”. Casi le costó la vida. Pensó en el bien de su familia y se vino a vivir a Bélgica. Pero consciente de la importancia y la necesidad de su trabajo se volvió al Congo. Y eso también aparece en el documental. La alegría de su vuelta, miles de mujeres aclamándolo, gritándole su agradecimiento y su valor, el de él y el de ellas: “desde siempre combatidas, a veces batidas, nunca abatidas”. Se las ve sonreír, levantar los brazos, bailar su dolor, transformar el sufrimiento en coraje y alegría.

Por eso, si bien este documental estremecedor demuestra que en la historia, la crueldad siempre admite otra vuelta de tuerca y que la rapiña no tiene fin, también nos demuestra que mujer es sinónimo de vida, de lucha, de resistencia y de alegría. Que es en ellas donde habita la esperanza, de donde únicamente puede arrancar el optimismo.


Él, la miró confundido, volvió a la tele y desistió. Ella le dio las buenas noches, pero, al instante, en alto, de espaldas: ¡Piénsalo!

sábado, 18 de abril de 2015

Cáceres

Foto: Francis Villegas

Lo bueno de salir del sitio donde se nace, es que te permite vivir muchas cosas que estaban al otro lado de lo rutinario, cosas de las que habías oído hablar, sobre las que habías leído, y que, al regazo de la conversación o de la lectura, te parecían admirables o imprescindibles. Sin embargo, el salir te permite también, y eso es lo que más me conmueve, disfrutar y estimar algunas otras cosas que por propias o cercanas las vivías sin llegar a apreciarlas. Eso que por estar allí desde siempre, tú siempre habías pasado por delante sin mirarlo ni gozarlo. Escribo esto porque aún estoy deslumbrado por los días de Semana Santa pasados en Cáceres. Sí, han sido días de sol y de derroche, he visto a Cáceres aún más hermoseada y con más gente que nunca. Y sí, estaba todo lo de cuando era niño, los alrededores de la Iglesia de Santiago, la terraza del consulado de Portugal, el Paseo Alto; también todo lo que seguía estando cuando ya dejé de serlo, cuando llegaron las ganas de saber, los desengaños y algunas borracheras, cuando el poso de la tradición se convirtió en un peso insoportable, cuando aquellas decisiones difíciles y cuando, también, finalmente, la de irse. Desde entonces, siempre y cada poco, vuelvo, y cada vez que lo hago Cáceres me parece una ciudad agraciada y agradecida.

Tengo a mi favor, para decir esto, que la distancia me protege de las mezquindades y los favoritismos, de las guerras cainitas y las ambiciones parecidas. También que pocas cosas me ruborizan más que la exaltación desmesurada de lo local frente a lo que se ignora de otros sitios, ese patriotismo zafio y anacrónico de algunas romerías y ciertas fases de la embriaguez. El pueblerinismo tozudo y bravucón que ve en el éxito de la tradición la razón de ser y el ombligo del mundo. 

Cáceres, por su parte, tiene a su favor la memoria del tiempo, el poder seguir siendo un enorme monumento de piedra rematado con cientos de cigüeñas blancas. Ofrecer rincones incomparables, el barrio de la judería, por ejemplo, y muchos muros en los que recostarte y poder mirar de frente el paso del tiempo y sus vestigios: la Torre de Bujaco, siempre firme y ya ahí desde siglo XII, o el Aljibe hispano-árabe, también desde entonces y también perfectamente conservado. Y así otros muchos recodos y otras calles. 

A eso se han ido añadiendo en los últimos años atractivos nuevos, la Fundación Mercedes Calles y Carlos Ballestero o el Centro de Artes Visuales Fundación Helga de Alvear, por ejemplo. Algunos rincones especialmente propicios para la contemplación y el recogimiento como el Olivar de la Judería o los jardines de Ulloa. También otros pequeños detalles que algunos cacereños y muchos turistas agradecen, por ejemplo, poder beberse una cervecita mirando a la Montaña desde Los Siete Jardines del Rincón de la Monja, tomarse un café en la Plaza de San Jorge en medio de este escenario: la iglesia de la Preciosa Sangre, los palacios de los Golfines de Abajo y de Luisa de Carvajal, la casa Palacio de los Becerra. 

Además, a Cáceres le acompañan las resonancias gustativas de ciertos sustantivos con su respectivos complementos de nombre que trascienden las citas anuales y los reclamos publicitarios: la torta del Casar, embutidos de bellota, pimentón de la Vera, cerezas del Jerte, miel de las Villuercas. (Y qué de las migas, tan pobres y tan ricas). Se entiende que uno se haya acostumbrado a recoger elogios cada vez que alguien le cuenta que ha visitado su ciudad, que no se resista a manifestarle su extrañeza a quien le dice no haberlo hecho todavía, que se lo reproche con preguntas retóricas del tipo ¿cómo es posible si Cáceres es el secreto a voces de los viajeros de verdad?, etc.

Es cierto, no obstante, y lo digo con el mayor de los respetos y con todo el cariño del que soy capaz, que aún nos quedan cosas por aprender. Y al decirlo pienso en tres o cuatro detalles, cosas menores, si se quiere, asuntos de cierta incontinencias, por ejemplo, ese desaseo del exceso, las toneladas de basura después del Chíviri en Trujillo, y me pregunto ¿tan difícil es divertirse, vocear, aliviarse, sin ponerlo todo perdido de basura y de meados? O el riesgo de morir de éxito, ver a alguien que te pregunta por tal o cual sitio de la ruta de la tapa cofrade, y que tres horas después ese mismo alguien te dice con disgusto y descontento, que una hora para servirles y otra para cobrarles ¿No es un riesgo excesivo que también se pueda medir el éxito de una iniciativa por las horas de espera y el servicio dudoso? Y qué me dicen de ese viejo vicio de tasar el precio del servicio en la cara del cliente, idéntica botella de agua y en la improvisación, cincuenta céntimos para el bolsillo ¿Hasta cuándo vamos a seguir con esa pillería tan primitiva y tan barata?

En fin, con todo, Cáceres es una ciudad a la que es imposible no regresar, se entiende entonces esta dependencia emocional, que uno vuelva siempre y cada poco, que incluso a veces se pregunte si acaso habrá llegado a irse alguna vez, si alguna vez alguien deja de estar en el sitio en que creció. Y sin embargo, sería tan divino poder preguntarse eso mismo con la propia vida, salir de ella, vivir en otras, volver cada poco, disfrutar con ganas renovadas del sol de la infancia, apreciar la belleza de las formas recostado en la solidez de los cimientos del principio.

jueves, 26 de marzo de 2015

Herberto Helder



Se eu quisesse, enlouquecia. 

Empezaba así, era un día de sol, supongo, en Lisboa, un cuento de Passos em volta, la edición era, creo, de Assirio & Alvin. Sí, era domingo y por la mañana (¿o tal vez era sábado?, en cualquier caso, día de folga), comí con deleite dois pastéis de Belém y un café, curto, se faz favor, y luego por la explanada verde, Praça do Imperio, aquel cuento de Herberto Helder, ¡ese arranque!

Esa misma mañana, es probable, alguna exposición temporal en el CCB, la librería, supongo, tal vez otro café; pero, nada de esto tiene por qué ser cierto, de ese día, únicamente, con exactitud, Se eu quisesse, enlouquecia. 


Hoy, en este otro día frío y feo, leo, obituarios, Sin ruido, como su vida, el pasado martes…

martes, 17 de marzo de 2015

Sobre altura y perversidad


El camino de la historia está salpicado de sangre y hay periodos del pasado que son verdaderos charcos. El de Tiberio, por ejemplo. Tiberio Claudio Nerón, segundo emperador de Roma, hijastro, yerno y sucesor de Augusto y predecesor de Calígula, fue un tipo cruel que se ganó fama de asesino y obsceno. Cuando llegó a Emperador ya era viejo, y se dice que se hizo cargo del imperio con todos los vicios de la edad y un considerable rosario de víctimas a sus espaldas, entre otras, la de su hermano y coheredero Agripa. Además, se cuenta que se quedaba con los bienes de los que mandaba ejecutar y prohibía a sus familiares que expresaran su dolor por ellos. En algún caso, como la ley romana impedía que se estrangulara a las jóvenes vírgenes, exigía al verdugo que primero la violara y luego la estrangulase. Muchos de esos cadáveres fueron arrastrados con un garfio y arrojados por las Gemonias.

Las Escaleras Gemonias, también conocidas como las escaleras de los Suspiros, del Luto o de la Mañana, bajaban desde el monte Palatino hasta el Foro y de allí hasta el río Tibet por donde se per-dían los cadáveres. Era una pendiente de escarmiento y un lugar deshonroso de ejecución. Lo expli-ca Stephen Dando-Collins en La maldición de los Césares: con arreglo a la tradición, los cuerpos de los traidores eran arrojados por las Gemonías, mientras que las cabezas de los hombres y las mujeres sentenciados por crímenes importantes y decapitados por la Guardia Pretoriana, eran expuestos en dichas escaleras, en calidad de prueba, tan sangrienta como indiscutible de que se había cumplido el castigo. 

Tiberio, a quien se le atribuye la sentencia “Los corazones duros se vencen con súplicas blandas”, fue también un tipo disoluto e impúdico. Cuentan que, asegurado el poder en Roma, quiso también asegurarse la vida y se retiró a Capri, la isla de la belleza y el vértigo. Allí, desde el punto más alto de la isla, se dispuso a dominar el imperio. Escribo dominar en vez de gobernar porque, según los historiadores de la antigüedad, Tiberio disfrutó más con el poder que con el gobierno. Se servía de él, también para sus perversiones, de las peores, por lo visto le privaba bañarse desnudo en la Gruta Azul rodeado de niños entrenados en el arte de la felación, que se le metieran entre las piernas como pececillos, darles lengüetazos y muerdecitos. Han pasado muchos años desde entonces, pero sigue dando vértigo la altura de Capri, la escalera Gemonías y la perversión de Tiberio.

No hace tanto tiempo, en lo que hoy es Austria, otro loco con perversiones confusas y ambición desmedida capitaneó una salvajada llamada Mauthausen. También ahí había una escalera, ¿se acuerdan? La de la muerte, los escalones del infierno, les hacían subir a lo alto de la cantera de gra-nito y luego los guardianes les empujaban. 186 peldaños con cincuenta kilos a la espalda y un salto. Dijeron, un muerto por cada losa de peldaño. Por lo oído, los escalones era irregulares y a los sacri-ficados sin piedad, la fatiga, la debilidad y la angustia les hacían tropezar. Está documentado y tam-bién lo contó muchos años después Segundo Espallargas Castro, natural de Albalate del Arzobispo, provincia de Teruel, y apodado Paulino el Boxeador: “Mi estancia en la cantera fue terrible, cada día veía morir a muchos hombres, de cansancio, mordidos por los perros, a palos, aquello era un matadero… Lo peor era el conocido ‘muro del paracaidista’: desde arriba, los SS lanzaban a los judíos y otros deportados, que caían al precipicio y se estrellaban abajo, en la cantera, donde está-bamos nosotros subiendo piedras. Horrible. Había que calcular por dónde podían caer y evitar-los…”.

Pero no nos hagamos ilusiones, esta iniquidad tan abyecta y aberrante no es cosa únicamente del pasado. Estos días estoy leyendo (no resisto las imágenes) que en Siria los yihadistas del IE suben a los homosexuales a las terrazas y desde allí los lanzan vivos para escarmiento y regocijo de los que están abajo. Otra vez la perversidad por las alturas. Por lo visto son muy primitivos, están todavía a vueltas con lo de Sodoma, Gomorra, la salvación de Lot y todo aquello del antiguo testamento. Luego divulgan sus canalladas en internet, pero con cada nuevo vídeo que publican parecen ir un poco más lejos en sadismo y brutalidad; en casi todos, sin embargo, se ve a niños mirando. Debe de ser que forma parte de su reforma educativa. A veces, la multitud, mientras espera abajo el momento de la caída (o en torno a la decapitación, la defenestración, la crucifixión, etc.) grita Alá akbar, Alá es grande.

Tiberio era enemigo acérrimo de las religiones y por eso se cargó, entre otros, a Jesús de Nazaret; el otro tenía fijación con una religión en concreto y por eso durante el Holocausto hizo lo posible para que murieran como mínimo cinco millones de judíos; estos del yihadismo lo llaman guerra santa y por eso cometen todas estas atrocidades en nombre de la religión. Está claro que a todos les inspiran las alturas pero que la perversión no tiene credo. 

Pienso en esto y me acuerdo de lo que dice el joven escritor estadounidense Phil Klay, que luchó durante trece meses como soldado en Irak antes de convertirse en autor de éxito, cuando se le pregunta si la dureza de sus relatos es una respuesta a la locura de la guerra. Suele responder que él no es pacifista, lo argumenta diciendo que la intervención de los Balcanes llevó una solución a un conflicto enquistado, que la Segunda Guerra Mundial sirvió para liberar a Europa, pero advierte que si optamos por la guerra como solución hay que tener claro lo que eso significa. Pues eso.

domingo, 15 de febrero de 2015

Timbuktú

El lunes pasado las autoridades belgas decidieron prolongar el nivel de alerta 3 (en una escala de 4) en el que se encuentra el país por riesgo de amenaza terrorista hasta el próximo 23 de febrero. Eso quiere decir que si ustedes vinieran estos días a Bruselas podrían encontrarse con soldados armados patrullando unas pocas calles y protegiendo algunos edificios. Quizá haya en esta medida cierta conveniencia política, el actual gobierno de Bélgica se asienta sobre una coalición difícil de entender y es sabido que ciertas dosis de miedo en la sociedad vienen bien a los gobierno débiles. Sin embargo, la amenaza del terrorismo yijadista lleva tiempo rondando por la capital de Europa. Hay datos y sentencias que lo confirman, por ejemplo, Bélgica es proporcionalmente el país de Europa con mayor número de yihadistas y la justicia belga acaba de condenar al líder de la organización extremista Sharia4Beligium por considerar probado que reclutó y envió jóvenes a Siria. Hay otro dato que también conviene tener en cuenta. A finales del mes pasado se canceló en la ciudad de Tournai (en la frontera con Francia, 70.000 habitantes) el festival de cine de Ramdan (“el cine que incomoda”) y la razón que dieron las autoridades de Tournai es que se suspendía por “el riesgo particularmente alto de un atentado terrorista”. El motivo de la amenaza, según esas mismas fuentes, era la película Timbuktú, y es precisamente de esa película de la que me gustaría hablarles.


El 30 de julio de 2012 el periodista canario José Naranjo publicó en El País una crónica titulada “Primera lapidación en el norte de Malí”, que empezaba así: “A los primeros golpes, la mujer se desvaneció; el hombre gritó una vez antes de callarse para siempre. Así describe un testigo la muerte por lapidación de una pareja con dos hijos -el más pequeño, de seis meses- cuyo único pecado fue vivir juntos sin casarse”. Y añadía “El suceso ocurrió el domingo en Aguelhok, ante una turba de 200 personas cuidadosamente escogidas por los organizadores de la lapidación”. De esa atrocidad que pudo verse luego en Youtube (ya se sabe que estos fanáticos tienen en la difusión de su barbarie su principal forma de propaganda) arranca una de las películas más serenas, bellas y valientes que he visto sobre este fenómeno tan absurdo y desolador del integrismo religioso, 

Timbuktú es el quinto largometraje de Abderrahmane Sissako, nacido en Mauritania, educado en Mali, formado en la Escuela de Cine de Moscú y residente en Francia. La película está ambientada en las proximidades de la ciudad milenaria de Tumbuctú, la perla del desierto, y describe la alteración que se vive en una pequeña aldea cuando llegan a ella unos locos de Dios dispuestos a imponer su barbarie. Es una serena reflexión sobre cómo una sociedad que vivía de acuerdo con su fe, sus costumbres, su forma de vestirse o divertirse, de la noche a la mañana se ve invadida, tomada por las armas, y obligada a vivir de acuerdo con unas órdenes coránicas que además de mucho dolor provocan también el ridículo o el absurdo. Se impone la sharia y se prohíbe la música, fumar, jugar al fútbol, etc; se obliga a las mujeres a llevar calcetines y guantes, a vestir de negro, a ser sombras. La población se resigna o se rebela, pero todos sufren esa llegada y a unos cuantos les cuesta la vida.

Esta película serena, repleta de belleza, es al mismo tiempo y paradójicamente un puñetazo en el estómago del fanatismo, un grito en medio de la oscuridad,  pues como dice su director “si porque es peligroso gritar, dejamos de hacerlo, terminaremos dando la razón a quienes propagan el terror y el oscurantismo”. Desde mi cómoda situación, me admira la valentía de este director, de esos actores, muchos de ellos gente de la zona, porque desde dentro se atreven a hacer frente, con serenidad y arte, al determinismo de  la barbarie. Seguramente les acusarán de traidores, de vendidos, les obligarán a vivir con miedo, intentarán debilitarlos y también en eso se estarán equivocando, porque, como dice Abderrahmane Sissako, es de la fragilidad de donde nace frecuentemente la creación.

Se entiende que esta película aparentemente ingenua incomode tanto a los yihadistas, en ella se dignifica el dolor y se ridiculiza la barbarie. Y, aunque la belleza y el amor están claramente del lado de los buenos, también los yihadistas se ven humanizados por el humor, y quizá ahí sea donde más les duela: el rapero belga incapaz de explicar en un vídeo por qué escogió el camino de Dios, el grupo de yijadistas que discuten apasionadamente sobre si es mejor Messi o Zidane mientras prohíben jugar al fútbol, el terrorista que ofrece un té de bienvenida al rehén que va a ser ejecutado una hora más tarde, el yihadista que fuma a escondidas y en un momento de debilidad o de nostalgia se acuerda de que fue bailarín antes que guerrero y nos regala una coreografía, etc. Son pobres fanáticos inconscientes, pero no por eso inocentes, del dolor que causan. Cuesta creer que muchos de estos jóvenes criados en Europa y dispuestos a matar en nombre de Dios renieguen de las libertades de Occidente, de nuestros besos, para echarse en brazos de una sumisión tan mezquina como abyecta. 

Después de ver  Timbuktú uno se siente consternado y dolorido por esos millones de personas que en África o en Asia se ven obligados a vivir bajo tales condiciones de violencia y fanatismo. También por esos niños que aquí en Europa, en esas pequeñas dictaduras y grandes infiernos que son muchos de nuestros hogares, están siendo educados en el odio a sus vecinos y en el rencor a sus maestros. En fin, si tienen ocasión, no dejen de ver Timbuktú, es solo una película sencilla, noventa minutos de valor, dolor y belleza, quizá demasiado poco para tanta estulticia como nos rodea, pero, no olviden que si bien un beso no puede cambiar el mundo, al menos sí puede cambiar una vida.