domingo, 28 de septiembre de 2014

Melancólicos otoñales


Oigo decir que televisiones de medio mundo están emitiendo reportajes sobre la venta de pueblos fantasma en España. Ghost villages del interior a precio de saldo. “Miles de aldeas españolas abandonadas se venden por menos de la mitad de lo que cuesta una plaza de garaje en Londres”, era un titular del Daily Mail de hace unos meses. Dicen también que estas emisiones han despertado tanta curiosidad que se puede hablar de una avalancha de interesados. Los potenciales compradores son, sobre todo, suizos, alemanes, rusos, chinos y estadounidenses. Hablan los periódicos de las dificultades del crédito, de lo arriesgado del negocio, y yo me pregunto qué andarán buscando los interesados en ese abandono.
También en el pueblo en el que vengo pasando algunos de mis mejores días de estos últimos años, un suizo se ha comprado una casa. Es una construcción baja, de una planta, una casa humilde en cuya puerta hay siempre aparcado un pequeño utilitario. Me comentan que es un hombre solitario que sale a pasear cada mañana, que come mucha fruta. También dicen que le han oído contar que ha recuperado la calma.
Oígo hablar de estos pueblos abandonados en estos días de comienzo de estación y pienso en la calma del suizo, en los días de la infancia y en los melancólicos otoñales. Los atardeceres de finales de septiembre son ya el preludio del abrigo de marta cibelina, los días empiezan a menguar, la luz palidece y la noche nos coge desprevenidos cada tarde.
Escribe Borges en Inquisiciones que el atardecer es el conflicto de la visibilidad y de la sombra, es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas visibles. Nos desmadeja, nos carcome y nos manosea, pero en su ahínco recobran su sentir humano las calles, su trágico sentir de volición que logra perdurar en el tiempo. Son esos ratos de conflictiva visibilidad los que con más empeño persisten, ciertas tardes de las que a veces, incluso, cuesta reponerse. Estampas de un entonces más añorado que vivido, menos feliz que melancólico, pero también mucho más hospitalario que este aluvión de días en desabrigo. En esa colección de atardeceres, el arranque del otoño y los niños de pueblo siempre llevan ventaja
Con septiembre vuelve la alegría siempre pasada de la sementera, el tintineo de las esquilas, niño, cierra la puerta, y al pasar el atajo aquel olor espeso de cagalutas y silencio, el ruido de las herraduras sobre las piedras antes de que convirtiéramos las calles en carreteras, las tardes de chopos y de gachas, la berrea, la torre y los vencejos. También el recuerdo de las niñas jugando al corro en la plaza, la dulcedumbre triste de aquellas cancioncillas monorrítmicas y sentimentales, La señorita Carmen que creída está, se va a volver loca de tanto pensar, si piensa en Luisito, Luisito no la quiere y la pobre de Carmen de pena se muere...
Y sin embargo, hay cada vez menos gente en nuestros pueblos, menos jóvenes, cierran las escuelas y concentran a los niños. Los pueblos sólo se tonifican con las vacaciones del verano, pero se acaba agosto y con el sabor dulce de los melocotones se van también las voces de los chiquillos por la calle, el peligro de las bicicletas, las toallas, y otra vez el sosiego denso de los pueblos silenciosos. De nuevo el trágico sentir de volición, el deseo de escapar, la llamada del retorno, el entonces y el después. 
Pienso en esos pueblos abandonados de España mientras buceo en el vacío azul de las palabras y me pregunto, qué cementerio de elefantes, qué mina de marfil andarán buscando esos potenciales compradores, cuánto le durará la calma al suizo, acaso la quietud de fuera ayuda a encontrar el sosiego que por dentro se anda buscando, cómo serán los septiembres de los niños sin pueblo, quién se hará cargo de tanto abandono.