Siguiendo con los Parra, de la hermana de Nicanor hay una canción que a mí me gusta mucho, es La Lavandera, una de las últimas composiciones de Violeta. Se dice que tiene el dolor amoroso, profundo y desgarrado de alguien que ha alcanzado una etapa de madurez. Es probable que sea así, si no me equivoco, la compuso un par de años antes de desangrarse.
Aquí voy con mi canasto
de tristezas a lavar,
al estero del olvido,
dejen, déjenme pasar.
Lunita, luna,
no me dejes de alumbrar.
Tu cariño era el rebozo
y nos abrigó a los dos,
lo manchaste una mañana
cuando me dijiste adiós.
Lunita, luna,
no me dejes de alumbrar.
En la corriente del río
he de lavar con ardor
la mancha de tu partida
que en mi pañuelo dejó.
Lunita, luna,
no me dejes de alumbrar.
Soy la triste lavandera
que va a lavar su ilusión,
el amor es una mancha
que no sale sin dolor.
Lunita, luna,
no me dejes de alumbrar.
En el librito 21 son los dolores (antología amorosa de Violeta Parra) publicado en Santiago de Chile por las Ediciones Aconcagua en 1981, con prólogo y selección de Juan Andrés Piña, se cuenta que el gran José María Arguedas, en un foro organizado por la Universidad Católica de Chile en 1968, dijo que Violeta Parra era lo más chileno de lo más chileno que él había tenido la oportunidad de sentir, pero que al mismo tiempo era también lo más universal que él había conocido en Chile.
Efectivamente, eso debe de ser así, cuanto más genuino, más universal, cuanto más auténtico, más común a todos en su especie; y sin embargo, estos días, ya veis, qué porfía, qué afán por ser de todos el más localista, qué competición de constreñidos.
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