“Dijo Kafka que la literatura es el hacha con la que romper los mares helados que todos llevamos dentro. Y Ernesto Sábato, recordando lo que a su vez dijo Donne, explicó que ‘nadie duerme en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo y que, sin embargo, todos dormimos desde la matriz a la sepultara, o no estamos enteramente despiertos”. Con esta cita de citas arranca Candela Duel el prólogo de Historias del estómago y el corazón. Un libro con veintisiete relatos de trece autores que se lee con facilidad y resulta entretenido.
La comida es el hilo argumental que comparten todos los textos, como se dice en la contraportada, “el gran hilo rojo que los une todos en un collar”. Pero eso, y también se dice, es sólo el pretexto para hablar de esa imperfección que es la vida. La cocina es la excusa para escribir sobre lo de siempre, el amor, la soledad, la frustración, el recuerdo, etc.; y todo eso está en estos veintisiete relatos que se leen con facilidad, con sonrisa (a veces con mueca), que parecen escritos más para entretener que para impresionar, y también para jugar, porque aunque con demasiada frecuencia se nos olvida, también de eso se trata.
Quien se anime a leer Historias del estómago y el corazón va a encontrar casi todo, porque en estos veintisiete cuentos está lo de casi siempre: el deseo (“cordero remojado” o “galletas tristes” de Jesús Solana); el engaño (por ejemplo en los ojos de un niño en “La mancha de chocolate” de Arancha Moreno); la frustración (“Testigo mudo” de Carmen Elajabeita); la memoria de los nuestros (“Ida sin vuelta” de Belen Kayser); el dolor (de la rutina y el consuelo insuficiente de las pequeñas venganzas en “Mariposas muertas” de Arancha Moreno); la ilusión (muchas veces en el amor como única huida posible, la menos probable, en “La reina del sur” de Mar Navarro, por cierto; tres cuentos, tres registros, tiene mérito). Y también hay antropofagia, claro, es algo inevitable y previsible tratándose de cocina y literatura (por ejemplo en “Senen Cancelas, forense” de José Manuel Fernández, en “Limones, frambuesas” de A. Moneo, en “La ley de la vida” de Concepción Fernández, etc.); Y tampoco podía faltar el amor (regañón y tierno, desmemoriado y cómplice como en “Cena en casa” de Karen Winn, amor infatigable) y capaz de todo, incluso de sorprendernos (como en “La pecera” de Concepción Fernández). Y humor (con ocurrencia y un poquito de mala leche, como conviene), por ejemplo, en “Pedante cocido” de Karen Winn o “Ensalada de pijas” de Montse Blesa.
Hay también evocaciones literarias, a las que quizá son ajenos los propios autores (ya se sabe que esto de la memoria de lo leído es más cosa del lector que del autor), pero algunos cuentos ayudan a viajar (por la literatura). Por ejemplo, el ambiente de “Pavo asado con ostras o drama romántico” de Eva María Escribano a alguien le puede evocar la casona O ramalhete de Os Maias de Eça de Queiroz; la Amelia Láinez de “Restaurante ‘Casa Bernadette” a Lisbeth Salander de los Los hombres que no amaban…, etc.; o la fidelidad de la criada Bernadette en “El comedor de la familia Whistler”, ambos de José Manuel Borrallo a la Nunu de La herencia de Eszter de Sandor Marai, etc.
Y en Historias del estómago y el corazón hay también mucha muerte (con silencio y sigilo como en los cuentos de José Manuel Fernández) todas literarias, pero sin demasiada violencia, y en eso el libro, ahora que la violencia se ha convertido casi un género, es poco posmoderno, aquí se mata, sobre todo, como antes, envenenando (con cianuro en “Fuera de temporada” de Rocío Cuevas, ) o empujando por la escalera (“Como la vida misma” de Carmen Elajabeita), pero estas son sólo dos formas. Hay más.
Y como las comidas, muchos cuentos se sirven acompañados, y ganan. Firman las ilustraciones Rodrigo Muñoz Ballester, Miguel Rodríguez, Eva María Escribano, Juan José Suárez Brihuega, Alonso Trenado, Marta Kayser, David Ortega, Julián Loayza, Carmen Pérez y Javier Merino.
La pega, pues que algunos cuentos hubieran ganado si sus autores al cerrarlos no lo hubieran hecho con doble vuelta de llave, daña el resultado ese empeño en aclarar lo evidente, en explicitar lo sugerido, como si el lector fuera a necesitar siempre que el autor le hiciera de lazarillo. Pero es sólo una peguita, en general el libro se lee muy bien, y dice mucho de los autores, cuesta creer que quien firma cada cuento no lleve muchos años escribiendo. Y también dice mucho de quien no firma ninguno, de la persona a la que le dedican todos. Hay labores mal pagadas que deben de ser muy gratificantes, y quizá de eso esta Candela de la dedicatoria sepa bastante.
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