DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio; España: Tres milenios de Historia, Marcial Pons, Madrid, 2003.
De la lectura de arriba, la semblanza de abajo
Carlos I de España y V de Alemania fue resultado de la política matrimonial de sus abuelos, Isabel y Fernando, los Reyes Católicos. Nació a las tres y media de la madrugada del martes 24 de febrero de 1500, día de San Matías, en el Palacio de Gante (Flandes) y era hijo de Felipe de Habsburgo, El Hermoso, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Luxemburgo, de Brabante, de Güeldres y Limburgo y conde de Tirol, Artois y Flandes; y de Juana de Castilla, La Loca. O sea, sus abuelos paternos eran el emperador Maximiliano I y María de Borgoña, y los maternos Reyes Católicos
A la muerte de Fernando el Católico en 1516, desaparece la dinastía Trastámara de la Península Ibérica. El gobierno de los reinos de los Reyes Católicos, ante la incapacidad de la heredera legitima, Juana de Castilla, pasa entonces a su hijo mayor, o sea, Carlos V, quien en pocos años recibe una herencia considerable:
A la muerte de Fernando el Católico en 1516, desaparece la dinastía Trastámara de la Península Ibérica. El gobierno de los reinos de los Reyes Católicos, ante la incapacidad de la heredera legitima, Juana de Castilla, pasa entonces a su hijo mayor, o sea, Carlos V, quien en pocos años recibe una herencia considerable:
La materna incluyó la Corona de Castilla (con el reino de Navarra, Canarias, las plazas norteafricanas y las Indias) y la Corona de Aragón (con Baleares y las posesiones italianas: Cerdeña, Sicilia y Nápoles). La paterna, los territorios de su abuela María de Borgoña que gobernaba desde 1515: Países Bajos, Luxemburgo y Franco Condado. En 1519 también los de su abuelo Maximiliano I de Habsburgo: Austria, el Tirol y los derechos al título de emperador del Sacro Imperio, ese mismo año, Carlos V, emperador del Sacro Imperio.
"Una herencia que era en realidad la culminación de las llamadas políticas nacionales, y que el maestro Domínguez Ortiz sintetizó en los siguientes términos: “el conjunto de dominios que heredó Carlos de Gante más bien se parecía a los objetos de un bazar que a una construcción política; de una parte la herencia española, ya de por si vasta y heterogénea: de otra el ambicioso proyecto de los duques de Borgoña, que trataron de crear un gran estado entre Francia y Alemania teniendo como eje al Rin: tierras de formidable potencia económica y espléndida ubicación, crisol de culturas, posible lazo de unión entre germanos y latinos (…). Y de su abuelo Maximiliano Carlos recibió los dominios patrimoniales de los Habsburgo, situados en Austria, más la pretensión al título imperial que, no por ley sino por costumbre, iba ligada a esta dinastía” (cita textural, p. 133).
Aunque le sobró temperamento no le debió de resultarle nada fácil gestionar semejante herencia. Los intereses de los territorios no eran convergentes y muchas veces tenían poco en común. A veces, lo único, el soberano. Y su posición no era la misma en unos territorios que en otros. En algunos el poder de una manera absoluta, en otros había que compartirlo y otros la iniciativa contrarrestada por fueros o privilegios. Además, en cuanto depositario de la dignidad imperial, se veía llamado, otra pesada herencia, a ser el valedor de una Europa unida de naciones cristianas. También a ser el defensor de la cristiandad. Una suerte de Monarquía Universal que le mantuvo en guerra con medio mundo y la mitad de las veces con ella dentro de casa: con Francia, con los turcos, con los príncipes protestantes alemanes, con el papado (Clemente VII), etc.
Y en medio de eso, la vida propia, la personal, sensual y extravertido primero, mucho más huraño al final, su sentido de la familia y del deber, la enemistad de su hermano Fernando, criado en España y con puente de plata para Alemania, apartado y coronado, su pasión por los relojes, por el paso del tiempo, tan moderna, los viajes constantes, tan motivados como poco rehuidos, y luego, al fin, abandonados por el retiro en Yuste, con los relojes, con los dolores y el mal humor. Y allí, en francés con sus servidores de Flandes, su lengua primera que no materna, la de la infancia en Borgoña (“nuestra patria” a su hijo Felipe en el testamento político de 1548); y también en español que lo aprendió más tarde y bien; mucho mejor que el alemán o el italiano, y lo peor, tampoco el latín como hubiera debido, entonces la lengua de la diplomacia. Y alguien pensará, quizá por eso, también por eso, no, no debió de ser sólo por eso, otra vez los malentendidos de la guerra, otra vez las hostilidades del Mediterráneo, la enemistad con Francia, Francisco I enemigo entrañable, se retaron, dirimir las diferencias en un combate personal, lo descartaron, demasiado medieval, no cundió el ejemplo, hoy en eso los gobernantes siguen siendo modernos, tozudamente modernos.
Y entre tanto, los años centrales del reinado, los más felices, la vida misma, en lo político (¿profesional?) y en lo familiar. La boda en 1526, de regocijo por los palacios de Sevilla y de Granada, al año siguiente el niño, heredero, en Valladolid; y al siguiente la república de Génova que se enfada con Francia, de enemiga a aliada y su puerto al servicio de la corona de España, a lo que estamos, y de ultramar los botines de Cortés, de Pizarro, extremeños como Yuste; y en 1935 las conquistas: Túnez y La Goleta, ni lo dudaría, Dios de mi parte.
Pero luego, lo que pasa, que la dicha no dura, las nubes de Inglaterra, de Francia, de Alemania, nubarrones cada vez más espesos, la Reforma de Lutero, cada vez son más y mira que se les combate y lo que cuesta combatir, se ve en la correspondencia del emperador, sobre todo con su hijo Felipe, sobre todo de dinero, cuanto más falta más hace falta. Los problemas multiplicados: Enrique VIII, la tía Catalina y el arzobispo de Canterbury, Inglaterra más lejos de Roma y de la política carolina. Se murió Lutero, y otros vendrán que bueno te harán. Y así fue, la solución de Trento, territorio neutral, la solución que no fue, el desplante de los protestantes y las sesiones interminables, lo convocaron para zanjar las diferencias pero las diferencias se ahondaron como zanjas.
Los años finales fueron dolorosos, de despedidas, en 1547 murieron Enrique VIII y Francisco I. Si las barbas de tu vecino… debió de pensar Carlos V y en 1548 mandó llamar a Felipe, a Flandes, importante el contacto con tus futuros vasallos. Una transición pacífica y de pronto, otra vez la guerra (en Alemania). Enrique II rey de Francia y ahora aliado de los príncipes alemanes. Cuentan que don Carlos tuvo que salir huyendo en pleno invierno, de Italia, por lo Alpes. Y aún fuerza para un último intento, el sitio de Metz, baldío, el intento y los guerreros, hubo de desistir diezmado por las enfermedades y las deserciones. Y fue entonces cuando, enfermo y desmoralizado, el epílogo de Yuste.
Tiziano, El emperador Carlos V en Mühlberg, 1548. Madrid. Museo del Prado.
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