Lo llevo días consigo en la mochila. En los mismos sitios a distintas horas. Es Descubrimiento de la herida de Luisa Antolín Villota. Un libro estructurado en cuatro partes: Preludio en la isla, Tránsito, Brumas de Flandes y Los cuarenta ladrones, que es un recorrido por las geografías de su autora, las de fuera (Menorca, el viaje, el nuevo destino) y las de adentro (esos pájaros que no dejan de piar y se han declarado en huelga de hambre). Es también un agradecimiento a las enseñanzas de Gamoneda, “la vida es larga, ciega a veces, pero hermosa”.
La de Luisa Antolín es una poesía reflexiva y valiente que no se deja intimidar por los temas de siempre: la pérdida (“Al decir adiós duele la memoria”), el tránsito (“¿Qué le ha pasado a mis ojos?), la poética (“¿De quién son estas manos tan familiares?”), el estar (“tronco aún movido por el viento”), la necesidad (“Sólo la poesía ventila mis ojos de pájaros negros”) o la insuficiencia (“Hasta el ancla de los libros se convierte en ceniza”). Una poesía comprometida (con ella y) con su tiempo (“Lo peor no es que lleve una venda en los ojos / y que le hablen a gritos, robándole la luz. / Lo peor es saber que esos ojos existen / y ponerte la venda, para no verlos tú”), que duele (“Ha pasado el invierno, / vuelve a flotar el polvo de las habitaciones, / allí está también el dolor de la luz”) y que consuela (“Aquí, ahora, / la arena caliente cayendo entre mis dedos / esto es vivir, esto es vivir”).
Un diálogo continuo que a veces estremece. Que duda, que se reencuentra apoyada en la imagen del espejo o se despide “por una pequeña rendija” (“Siempre hay algo que se escurre por las ranuras”) como un verso suelto que (“se pierde para siempre”). Para reaparecer siempre (“para ser otra”), de nuevo, sola y reinventada: “Soy de dentro a fuera y el rostro / una amiga, / que me encubre y que me quiere”.
Luisa Antolín, Descubrimiento de la herida, Ediciones Vitruvio, 2009.
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