De un restaurante como este, surgió un divertimento como este, venía precedido y tiene continuidad, es sólo un juego de amigos:
Ilsa salió del restaurante irritada y convencida. Se dijo que esto no iba a quedar así. ¿Cómo era posible? ¡Qué imbécil! Primero la chista, luego le pide la cuenta con la típica y empalagosa muletilla del sería tan amable de y, al final, una propina desproporcionada y ostentosa. Tres humillaciones típicas del marichulo de puro grande y polla chica. Más fuerte que tú, más clase que tú y mucha más pasta que tú. Además, aquella manera de mirarla, como si le estuviera haciendo una resonancia magnética con los ojos. De arriba abajo y de abajo arriba y el iiiiiiiih iiiiiiiiiih siempre en el mismo sitio. Seguro que se había empalmado imaginándose su clítoris ensangrentado. ¡Cerdos! ¿Y la conversación? Fijo que le estaban proponiendo algo sucio, limpieza, la orden viene de arriba, la última vez desobedeciste. Tal para cual, qué asco de tíos, todos hediondos. Seguro que les huele el aliento a vómito de tintorro. No había por dónde cogerlos, cazadores, corruptos, fumadores, falócratas. Quedó tan asqueada que antes de llegar al convento ya les había jurado venganza.
Ilsa aspiraba a entrar en la orden de las juanas. Hacía dos meses que había hecho la profesión de votos simples y estaba haciendo méritos para que le aceptasen los solemnes. Un buen escarmiento a aquel par de idiotas le ayudaría a alcanzarlos. Sería un prodigio de precocidad. Solo hacía dos meses que había leído por primera vez y por casualidad a Sor Juana Inés de la Cruz, lesbiana y monja, pero aquella lectura fue su epifanía. Dejó de lavar platos y empezó a escribir sonetos, dejó de contar calorías y empezó a contar orgasmos, se dijo, mejor golfa que casta, mejor sabia que santa. Empezó a aspirar al paraíso, pero, claro, cómo tomar impulso para llegar tan alto si aquí abajo estaba todo apestado de marichulos. Era necesario limpiar primero los cardos del camino para poder llegar después al fulgor de las violetas. Por eso, en cuanto cruzó el portalón del convento, se dirigió por la larga galería bajo la mirada protectora de las hermanas de la congregación, a un lado y otro los lienzos con sus retratos, Santa Nélida Piñón, Santa Olga Orozco, Beata Margo Glantz, Santa Lidia Falcó y al fondo, el altar de la madre mayor. Entonces, respiró, se tocó las tetas, se hincó de rodillas, la cabeza entre las manos y empezó a rezar, madre grata y perversora, culta y desobediente, dame fuerzas e inspírame para el escarmiento y la venganza.
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