Escribió Rafael Argullol que la experiencia del viaje está formada por flujos discontinuos de pulsión, pasión y conocimiento. También de la literatura podemos decir lo mismo. Quizá por eso, la literatura y el viaje, si se puede, si se sabe, si se quiere, son la mejor terapia contra la rutina perversa, contra la presencia a veces insoportable del otro, y siempre de algunos otros. También contra este jodido ruido mediático que tanto nos atrona con finales y rencores.
Pero el viaje, como la literatura, son, sobre todo, placeres solitarios. Se puede leer en voz alta y se puede viajar en grupo, se puede leer para saber y se puede viajar para contarlo, pero ni las risas, los aplausos, el conocimiento o la conversación alcanzan el goce íntimo que producen algunos párrafos, ciertos versos, esas calles nunca paseadas en las que unos ojos, un trecho, se te plantan delante y se te quedan para siempre retenidos. Es ahí, en esa gozosa fugacidad de un encuentro, en la impresión sensitiva y el placer de lo íntimo, donde está el deleite y el estímulo.
Hay, sin embargo, ciudades que por sus resonancias literarias están llamadas a ser una incitación para el viajero. Dublín es un ejemplo. Samuel Beckett, W. B. Yeats y George Bernard Shaw , los tres premios Nobel de Literatura, vivieron y trabajaron allí; y ese fue el argumento de las autoridades dublinesas cuando en 1991, con la excusa de Dublín capital europea de la cultura, crearon el museo de escritores de la ciudad. Está ubicado en una antigua casona rehabilitada de un productor de whisky: dos plantas, vitrinas con objetos personales, varias máquinas de escribir, paneles con datos biográficos, algunas reproducciones de pasajes memorables, etcétera. Un espacio modesto que nos invita a leer y a viajar, que nos despierta el interés por Oscar Wilde o Jonathan Swift y, cómo no, por James Joyce .
El Ulises de Joyce es una novela extensa que nos relata la vida de Leopold Bloom en un día cualquiera (pero siempre el 16 de junio de 1904) por las calles de Dublín. Puede ser leída como el monólogo interior de un publicista cuarentón, pero también como el monólogo interior de toda la modernidad. Una novela memorable que todos los años se festeja. Desde hace más de cincuenta, en Dublín cada 16 de junio se celebra el Bloomsday (el día de Bloom). Ese día los joyceanos de medio mundo se encuentran en la capital de Irlanda para conmemorar el genio de Joyce. Siguen los pasos de Leopold, empiezan con el abundante desayuno de riñones fritos (el sutil sabor de orina levemente olorosa) y pasan el día callejeando por Dublín (con paradas en los pubs, por supuesto). Algunos escritores españoles son, o han sido, fijos y devotos del Bloomsday, Antonio Soler, Ray Loriga, Jordi Soler, Marcos Giralt Torrente , o Eduardo Lago , por ejemplo. Son escritores leídos, en algún caso con más disciplina que placer. También lo es Vila-Matas , cuyo Dublinescas , se ha dicho, es una especie de vademécum de los seguidores del Bloomsday (y es también, valga el inciso, el único título traducido de un autor español que un día cualquiera de 2014 puede encontrarse, entre mucho Murakami , en la mesa Translated fiction de la prestigiosa librería dublinesa Hodgles Figgis).
Sí, hacer la ruta de Bloom puede ser una opción para un viaje, pasear por Dublín con el Ulises de Joyce de la mano, llevarlo subrayado y en el pub Davy Byrne's leer algunos párrafos; o buscar el emplazamiento exacto y contemplar el río Liffey como si se fuera un personaje de novela. Pero no hace falta ser un devoto de Joyce ni haber leído su Ulises para disfrutar de los encantos de la capital irlandesa, para tomarse un café en el legendario Bewley's o una espesa y reposada cerveza guinness en un pub cualquiera, para que cada uno pasee su monólogo interior por las calles que le dé la gana. Y si el tiempo desapacible de Dublín desanima a alguien, que ese alguien piense en lo que reconforta el carácter alegre de su gente, su mirar amable y su facilidad para la palabra. Otro grande de la literatura, también escritor de Dublín, John Banville, suele decir que Irlanda es un país de contadores de historias. Lo mismo se ha dicho de España, y es probable que en ningún otro país de latitudes superiores los españoles se sientan tan cerca de casa como cuando están en Irlanda. Ian Gibson , también dublinés, dijo aquello de que España es Irlanda con sol. También podría decirse Irlanda es España con muchas más tardes de invierno y algunas espléndidas mañanas igual de soleadas.
Ahora bien, se puede disfrutar de la lectura y de Dublín sin leer el Ulises y se puede disfrutar del viaje sin ir a Dublín. No hay libro tan malo que no tenga algo bueno, escribe Borges en el prólogo de su Antología poética 1923-1977, citando el libro tercero de las Epístolas de Plinio el Joven . Tampoco hay ciudad por muy vecina que sea que paseada a deshoras o por calles menos frecuentadas no nos ayude a airear nuestro monólogo interior (Alvaro Valverde reincide en su poesía y en su prosa en lo propicio para la divagación y la deriva de las calles secundarias). Y es que en el fondo, no se nos olvide, lo mejor del viaje y de la literatura es su poder de transgresión. Lo dice en China para hipocondríacos José Ovejero, un viajero afincado en Bruselas, viajar, como escribir, es eso, inventar nuevas vidas para escapar a las limitaciones de la propia. O dicho con palabras más nuestras: viajar y leer son maneras de huir que ayudan a encontrarse.
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