Hace unos años cuando llegué a esta ciudad tan desordenada y verde, me llamó la atención lo variopinto del personal y lo elevado de los sueldos. Un día me presentaron a una mujer de ojos claros que estaba aprendiendo español y había estado varias veces en Extremadura, cuando, después de unos minutos, se dio la vuelta, quien me la había presentado añadió los datos de su cargo y de su sueldo. No volví a oír hablar de ella hasta que unos meses después me contaron que había reservado un puesto en una brocante porque se trasladaba y quería vender todo lo que no pensaba llevarse. Me extrañó que una señora de aspecto tan distinguido y situación tan desahogada en vez de regalar o tirar lo que no le servía se pusiera a venderlo en un mercadillo de segunda mano. Una amiga muy cercana contradijo mi asombro con el argumento de las diferencias culturales, pero como esta amiga tiende a meter en el saco de esas diferencias todos los comportamientos para los que no encuentra mejor acomodo, me siguió pareciendo el de aquella señora un gesto poco apreciable.
Sin embargo, el paso de los años y este derroche de plástico y de consumo me están llevando a plantearme muchas cosas, entre ellas, el gesto de aquella mujer, el juicio de mi amiga y el sentido de esos mercadillos de cosas usadas que son las brocantes. Aquí son muy populares, todos los fines de semana hay alguno en alguna parte, cada barrio, cada localidad tiene el suyo, también otras veces en Extremadura cada pueblo tenía su feria de ganado y algunas eran particularmente apreciadas incluso más allá de la comarca (guardo como oro en memoria el recuerdo de un niño montado en una mula una madrugada de finales de agosto camino de la Feria de San Agustín en Valdefuentes). Nuestras ferias se han perdido o llevan camino de ello, pero aquí estos mercados de pulgas cada día tienen más aceptación y un público cada vez más joven y heterogéneo.
Además, el mercado de las cosas usadas tuvo siempre un peso importante en la economía, luego llegó la fabricación en serie, la deslocalización, etc., y nos deslumbramos con lo nuevo. El historiador del arte medieval García Mansilla tiene publicado un texto sobre el mercado de objetos de segunda mano en la Valencia bajomedieval que es muy esclarecedor sobre la importancia de este comercio. Analizó los protocolos notariales y las actas de diversas magistraturas locales, como el Justícia o el Governador, y llegó a la conclusión de que diariamente había subastas de bienes de segunda mano que servían para saldar las deudas de individuos insolventes, o bien, tras la muerte de alguna persona, para obtener dinero en metálico con el que liquidar cuentas pendientes y pagar el entierro. También llegó a la conclusión de que todo tenía un precio, y de que todo, por pequeño e insignificante que pareciera, encontraba comprador.
Es verdad, sin embargo, que en ciertos ambientes este tipo de comercio está muy mal visto, que se mira a quienes compran en los mercadillos o en los rastros por encima del hombro, gente pobre y de gusto dudoso, se dice, frikis y extravagantes. También la sospecha suele estar detrás de los que venden y de lo que se vende. Pero dada la salud ambiental de nuestro planeta y el comisario elegido para velar por ella en Europa, quizá haya llegado la hora de cuestionarnos ciertos hábitos y algunos prejuicios. Por ejemplo, ese afán por estrenar sin reparar en la calidad o la necesidad de lo estrenado, parece que nos hubiéramos acostumbrado al estrena y tira; nos aburrimos de las cosas con la misma facilidad con la que las reponemos, combatimos el tedio consumiendo mientras entretenemos el tiempo con la desocupada ocupación de ir de compras, le concedemos al verbo desechar un efecto catártico, tiramos para sentirnos bien, para hacerle sitio a lo que vamos a tirar dentro de poco mientras cargamos de connotaciones negativas palabras como arreglo o remiendo. Se nos llena la boca de desarrollo sostenible pero al mismo tiempo minimizamos la vida de la cosas. Quizá sea eso lo que me gusta de las brocantes, la segunda oportunidad que se le da a los objetos. El reciclaje es una feria permanente y la habilidad de cada uno para renovar lo viejo, al contrario de lo que nos han hecho creer, vale mucho más que todas esas baratijas orientales de cumplidos innecesarios y gusto dudoso.
No sé si quienes venden en estos mercadillos de segunda mano lo hacen para poder comer, para liberar espacio o para sacarse un dinero para un caprichito, pero paseando por ellos uno llega a la conclusión de que casi todos los objetos pueden tener una segunda vida. También de que muchos de ellos pese al paso de los años conservan la calidad y la calidez del buen gusto y las cosas bien hechas. Quizá la conciencia ecológica también pasa por ahí, por darle efectivamente más importancia al valor que al precio, a lo bueno que a lo nuevo, y por mandar a la quinta puñeta a los escrupulosos de Marigargajo y los viciosos del estreno.
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