domingo, 27 de abril de 2014

Volver para ver


Salir para ver. Escribe Antonio Muñoz Molina en ese ejercicio de sentido común que es Todo lo que era sólido, que "sin que nadie me alentara ni me contara historias sobre el mundo exterior yo quise irme desde niño", porque sí, por gusto, por la novelería de sentirse extranjero, que esa fue una de las ensoñaciones más antiguas de su vida, desde que de niño se asomaba a los miradores de Ubeda y deseaba saber qué habría al otro lado de la sierra de Mágina. Al leerlo veía a otro niño en sus días de Robledillo, un espectador de la expectación con la que se recibía en el pueblo los primeros domingos de verano aquel autobús del tío Moisés que llegaba de Barcelona repleto de paisanos emigrados y de abrazos. Volvían llenos de júbilo y con regalos, traían también palabras nuevas, noi, adeu, pelas, plegar, llegaban con sus primeras vacaciones pagadas, exultantes, siempre con ascensos y un apetito voraz.

ERA UN GOZO efímero que empezaba a claudicar con el paso del verano; de viernes en viernes, el pueblo se vaciaba de gente y de alegría, desde la misma esquina o desde otra, en el mismo autobús o en los coches particulares de los más prósperos, el niño aquel los veía partir con las cantimploras de aceite, de vino, los manojos de orégano, las aceitunas, las bacas repletas de cajas de cartón y maletones, los besos atropellados y repetidos. Parecía imposible que en aquellos coches pudieran caber todos y todo, pero al final, tras los reproches y los apretujones, entraban todos e incluso los encargos; y otra vez más besos, los últimos, los pañuelos de la mano, el humo de los tubos de escape. Sí, al final se iban, y con ellos se llevaban el mundo que estaba más afuera, y el niño melancólico los veía alejarse en una espera larga e interminable como el invierno, sin más horizonte que el deseo y el coche de línea que cada tarde al pasar, ¡Doña María !, la cacharra, anunciaba, todos de pie, en fila, las tablas de multiplicar, cantando, el final de la escuela.

No creo que las personas tengan que estar atadas a sus territorios de origen. Hay quien desea quedarse igual que hay quien desea irse y las dos actitudes merecen respeto, dice Muñoz Molina. Al que quiere quedarse es delito expulsarlo, o hacerle la vida tan difícil que no le quede más remedio que intentar el destierro. Al que quiere irse no es lícito cerrarle la frontera ni llamarle desertor. Cada uno es como es. Incluso, dice el escritor, he leído que en cada especie están repartidos genéticamente el impulso de irse y el de quedarse, de manera que sean mayores las posibilidades de supervivencia. Tal vez sea así. Sí, seguramente es así, y, sin embargo, en cada partida y en cada regreso uno se va educando y siempre es otro y siempre el mismo, consigo lleva el gozo y la penitencia.

LO DIGO AHORA que estoy, que me educo paseando por las calles de Cáceres, que disfruto de espacios redivivos, del gozo de mirar desde el café de los siete jardines, de sentarse en el olivar de la judería, de la voz de un muchacho con guitarra en los estribos de San Mateo. Ahora que celebro la vuelta caminando por Monfragüe, que me cruzo con cientos de turistas que disfrutan con los algodonales de jaras, las lomas malvas de cantueso, el vuelo de milanos y alimoches, la sombra del ojaranzo, el agua fresca de la Fuente del Francés, los acebuches centenarios.

"No creo que las personas tengan que estar atadas a sus territorios de origen" dice Muñoz Molina y sin embargo, qué lazos invisibles son esos que no se aflojan, que se ajustan en cada primavera, en cada vuelta, a cada instante aquí y en el recuerdo. Sí, salimos para ver y para dejar de ver, pero sobre todo para ver cuando volvemos. Lo hacemos ilusionados, relamiéndonos de camino "con las mieles de las mieles de los goces", y así, hasta que de pronto, también descubrimos nítidos, agazapados, intactos los miedos del entonces.

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