Llegó cuando ya estábamos todos sentados. Le recibimos con apreció y sonrisas. Se mostró locuaz, simpático, y sin embargo, cada vez que lo miraba, veía salir de su cabeza una hilera de burbujitas y en el bocadillo aquel poema de Cervantes:
Aunque penséis que me alegro,
conmigo traigo el dolor.
Aunque mi rostro semeja
que de mi alma se aleja
la pena y libre la deja,
sabed que es notorio error:
conmigo traigo el dolor.
Cúmpleme disimular
por acabar de acabar,
y porque el mal, con callar,
se hace mucho mayor,
conmigo traigo el dolor.
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