Un sábado espléndido de sol, la plaza d’Armes, el centro de Luxemburgo, la fiesta periódica de antigüedades y el acordeonista.
De pronto irrumpe una algarabía, voces, cánticos, gente joven, pancarta, ondear de banderas, ¿portuguesas y españolas? ¿La revolución ibérica? ¿Una fiesta popular? El acordeonista emocionado empezó a tocar acompañándoles. Tomaron la plaza.
Eran neocatecumenales de viaje a Düsseldorf, retratos del Papa, pancartas de Cristo Salvador.
En un momento, un hombre aún joven, bien parecido, de negro, con alzacuello, a voz en grito y con micrófono:
— Ahora, la mitad se va a evangelizar, y la otra mitad sigue aquí, cantando y bailando. Luego, los que hemos estado cantando nos vamos a evangelizar y los otros se vienen a cantar. ¿Vale? Pues, ¡Al ataque!
Y una jauría de jóvenes se lanzó entusiasmada a repartir postalitas. Los primeros, un brasileño y un colombiano. Luego lo intentaron muchos más de muchos sitios.
Enternecía la obediencia de esas muchachas y muchachos, tan jóvenes, tan convencidos, tan ingenuos.
El acordeonista, al poco, vio el percal y, resignadamente, recogió sus monedas y se fue con la música a otra parte.
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