El lunes pasado las autoridades belgas decidieron prolongar el nivel de alerta 3 (en una escala de 4) en el que se encuentra el país por riesgo de amenaza terrorista hasta el próximo 23 de febrero. Eso quiere decir que si ustedes vinieran estos días a Bruselas podrían encontrarse con soldados armados patrullando unas pocas calles y protegiendo algunos edificios. Quizá haya en esta medida cierta conveniencia política, el actual gobierno de Bélgica se asienta sobre una coalición difícil de entender y es sabido que ciertas dosis de miedo en la sociedad vienen bien a los gobierno débiles. Sin embargo, la amenaza del terrorismo yijadista lleva tiempo rondando por la capital de Europa. Hay datos y sentencias que lo confirman, por ejemplo, Bélgica es proporcionalmente el país de Europa con mayor número de yihadistas y la justicia belga acaba de condenar al líder de la organización extremista Sharia4Beligium por considerar probado que reclutó y envió jóvenes a Siria. Hay otro dato que también conviene tener en cuenta. A finales del mes pasado se canceló en la ciudad de Tournai (en la frontera con Francia, 70.000 habitantes) el festival de cine de Ramdan (“el cine que incomoda”) y la razón que dieron las autoridades de Tournai es que se suspendía por “el riesgo particularmente alto de un atentado terrorista”. El motivo de la amenaza, según esas mismas fuentes, era la película Timbuktú, y es precisamente de esa película de la que me gustaría hablarles.
El 30 de julio de 2012 el periodista canario José Naranjo publicó en El País una crónica titulada “Primera lapidación en el norte de Malí”, que empezaba así: “A los primeros golpes, la mujer se desvaneció; el hombre gritó una vez antes de callarse para siempre. Así describe un testigo la muerte por lapidación de una pareja con dos hijos -el más pequeño, de seis meses- cuyo único pecado fue vivir juntos sin casarse”. Y añadía “El suceso ocurrió el domingo en Aguelhok, ante una turba de 200 personas cuidadosamente escogidas por los organizadores de la lapidación”. De esa atrocidad que pudo verse luego en Youtube (ya se sabe que estos fanáticos tienen en la difusión de su barbarie su principal forma de propaganda) arranca una de las películas más serenas, bellas y valientes que he visto sobre este fenómeno tan absurdo y desolador del integrismo religioso,
Timbuktú es el quinto largometraje de Abderrahmane Sissako, nacido en Mauritania, educado en Mali, formado en la Escuela de Cine de Moscú y residente en Francia. La película está ambientada en las proximidades de la ciudad milenaria de Tumbuctú, la perla del desierto, y describe la alteración que se vive en una pequeña aldea cuando llegan a ella unos locos de Dios dispuestos a imponer su barbarie. Es una serena reflexión sobre cómo una sociedad que vivía de acuerdo con su fe, sus costumbres, su forma de vestirse o divertirse, de la noche a la mañana se ve invadida, tomada por las armas, y obligada a vivir de acuerdo con unas órdenes coránicas que además de mucho dolor provocan también el ridículo o el absurdo. Se impone la sharia y se prohíbe la música, fumar, jugar al fútbol, etc; se obliga a las mujeres a llevar calcetines y guantes, a vestir de negro, a ser sombras. La población se resigna o se rebela, pero todos sufren esa llegada y a unos cuantos les cuesta la vida.
Esta película serena, repleta de belleza, es al mismo tiempo y paradójicamente un puñetazo en el estómago del fanatismo, un grito en medio de la oscuridad, pues como dice su director “si porque es peligroso gritar, dejamos de hacerlo, terminaremos dando la razón a quienes propagan el terror y el oscurantismo”. Desde mi cómoda situación, me admira la valentía de este director, de esos actores, muchos de ellos gente de la zona, porque desde dentro se atreven a hacer frente, con serenidad y arte, al determinismo de la barbarie. Seguramente les acusarán de traidores, de vendidos, les obligarán a vivir con miedo, intentarán debilitarlos y también en eso se estarán equivocando, porque, como dice Abderrahmane Sissako, es de la fragilidad de donde nace frecuentemente la creación.
Se entiende que esta película aparentemente ingenua incomode tanto a los yihadistas, en ella se dignifica el dolor y se ridiculiza la barbarie. Y, aunque la belleza y el amor están claramente del lado de los buenos, también los yihadistas se ven humanizados por el humor, y quizá ahí sea donde más les duela: el rapero belga incapaz de explicar en un vídeo por qué escogió el camino de Dios, el grupo de yijadistas que discuten apasionadamente sobre si es mejor Messi o Zidane mientras prohíben jugar al fútbol, el terrorista que ofrece un té de bienvenida al rehén que va a ser ejecutado una hora más tarde, el yihadista que fuma a escondidas y en un momento de debilidad o de nostalgia se acuerda de que fue bailarín antes que guerrero y nos regala una coreografía, etc. Son pobres fanáticos inconscientes, pero no por eso inocentes, del dolor que causan. Cuesta creer que muchos de estos jóvenes criados en Europa y dispuestos a matar en nombre de Dios renieguen de las libertades de Occidente, de nuestros besos, para echarse en brazos de una sumisión tan mezquina como abyecta.
Después de ver Timbuktú uno se siente consternado y dolorido por esos millones de personas que en África o en Asia se ven obligados a vivir bajo tales condiciones de violencia y fanatismo. También por esos niños que aquí en Europa, en esas pequeñas dictaduras y grandes infiernos que son muchos de nuestros hogares, están siendo educados en el odio a sus vecinos y en el rencor a sus maestros. En fin, si tienen ocasión, no dejen de ver Timbuktú, es solo una película sencilla, noventa minutos de valor, dolor y belleza, quizá demasiado poco para tanta estulticia como nos rodea, pero, no olviden que si bien un beso no puede cambiar el mundo, al menos sí puede cambiar una vida.
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