Foto: Francis Villegas
Lo bueno de salir del sitio donde se nace, es que te permite vivir muchas cosas que estaban al otro lado de lo rutinario, cosas de las que habías oído hablar, sobre las que habías leído, y que, al regazo de la conversación o de la lectura, te parecían admirables o imprescindibles. Sin embargo, el salir te permite también, y eso es lo que más me conmueve, disfrutar y estimar algunas otras cosas que por propias o cercanas las vivías sin llegar a apreciarlas. Eso que por estar allí desde siempre, tú siempre habías pasado por delante sin mirarlo ni gozarlo. Escribo esto porque aún estoy deslumbrado por los días de Semana Santa pasados en Cáceres. Sí, han sido días de sol y de derroche, he visto a Cáceres aún más hermoseada y con más gente que nunca. Y sí, estaba todo lo de cuando era niño, los alrededores de la Iglesia de Santiago, la terraza del consulado de Portugal, el Paseo Alto; también todo lo que seguía estando cuando ya dejé de serlo, cuando llegaron las ganas de saber, los desengaños y algunas borracheras, cuando el poso de la tradición se convirtió en un peso insoportable, cuando aquellas decisiones difíciles y cuando, también, finalmente, la de irse. Desde entonces, siempre y cada poco, vuelvo, y cada vez que lo hago Cáceres me parece una ciudad agraciada y agradecida.
Tengo a mi favor, para decir esto, que la distancia me protege de las mezquindades y los favoritismos, de las guerras cainitas y las ambiciones parecidas. También que pocas cosas me ruborizan más que la exaltación desmesurada de lo local frente a lo que se ignora de otros sitios, ese patriotismo zafio y anacrónico de algunas romerías y ciertas fases de la embriaguez. El pueblerinismo tozudo y bravucón que ve en el éxito de la tradición la razón de ser y el ombligo del mundo.
Cáceres, por su parte, tiene a su favor la memoria del tiempo, el poder seguir siendo un enorme monumento de piedra rematado con cientos de cigüeñas blancas. Ofrecer rincones incomparables, el barrio de la judería, por ejemplo, y muchos muros en los que recostarte y poder mirar de frente el paso del tiempo y sus vestigios: la Torre de Bujaco, siempre firme y ya ahí desde siglo XII, o el Aljibe hispano-árabe, también desde entonces y también perfectamente conservado. Y así otros muchos recodos y otras calles.
A eso se han ido añadiendo en los últimos años atractivos nuevos, la Fundación Mercedes Calles y Carlos Ballestero o el Centro de Artes Visuales Fundación Helga de Alvear, por ejemplo. Algunos rincones especialmente propicios para la contemplación y el recogimiento como el Olivar de la Judería o los jardines de Ulloa. También otros pequeños detalles que algunos cacereños y muchos turistas agradecen, por ejemplo, poder beberse una cervecita mirando a la Montaña desde Los Siete Jardines del Rincón de la Monja, tomarse un café en la Plaza de San Jorge en medio de este escenario: la iglesia de la Preciosa Sangre, los palacios de los Golfines de Abajo y de Luisa de Carvajal, la casa Palacio de los Becerra.
Además, a Cáceres le acompañan las resonancias gustativas de ciertos sustantivos con su respectivos complementos de nombre que trascienden las citas anuales y los reclamos publicitarios: la torta del Casar, embutidos de bellota, pimentón de la Vera, cerezas del Jerte, miel de las Villuercas. (Y qué de las migas, tan pobres y tan ricas). Se entiende que uno se haya acostumbrado a recoger elogios cada vez que alguien le cuenta que ha visitado su ciudad, que no se resista a manifestarle su extrañeza a quien le dice no haberlo hecho todavía, que se lo reproche con preguntas retóricas del tipo ¿cómo es posible si Cáceres es el secreto a voces de los viajeros de verdad?, etc.
Es cierto, no obstante, y lo digo con el mayor de los respetos y con todo el cariño del que soy capaz, que aún nos quedan cosas por aprender. Y al decirlo pienso en tres o cuatro detalles, cosas menores, si se quiere, asuntos de cierta incontinencias, por ejemplo, ese desaseo del exceso, las toneladas de basura después del Chíviri en Trujillo, y me pregunto ¿tan difícil es divertirse, vocear, aliviarse, sin ponerlo todo perdido de basura y de meados? O el riesgo de morir de éxito, ver a alguien que te pregunta por tal o cual sitio de la ruta de la tapa cofrade, y que tres horas después ese mismo alguien te dice con disgusto y descontento, que una hora para servirles y otra para cobrarles ¿No es un riesgo excesivo que también se pueda medir el éxito de una iniciativa por las horas de espera y el servicio dudoso? Y qué me dicen de ese viejo vicio de tasar el precio del servicio en la cara del cliente, idéntica botella de agua y en la improvisación, cincuenta céntimos para el bolsillo ¿Hasta cuándo vamos a seguir con esa pillería tan primitiva y tan barata?
En fin, con todo, Cáceres es una ciudad a la que es imposible no regresar, se entiende entonces esta dependencia emocional, que uno vuelva siempre y cada poco, que incluso a veces se pregunte si acaso habrá llegado a irse alguna vez, si alguna vez alguien deja de estar en el sitio en que creció. Y sin embargo, sería tan divino poder preguntarse eso mismo con la propia vida, salir de ella, vivir en otras, volver cada poco, disfrutar con ganas renovadas del sol de la infancia, apreciar la belleza de las formas recostado en la solidez de los cimientos del principio.
1 comentario:
Cuanta razón tienes, mi querido Antonio.
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