“Ninguna guerra gana la paz”, podía leerse en una pancarta de una de las imágenes del telediario que informaba de los acuerdos de La Habana entre el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y Rodrigo Londoño, Timochenko,el líder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC). Se dice que las conversaciones habían dado resultado y que ya hay una fecha límite para sellar la paz: el 23 de marzo de 2016. Es una buena noticia. También se pusieron de acuerdo en llamarlo conflicto armado de Colombia pero es guerra vieja en toda regla, otro más de los largos ejercicio de oprobio que nos rodean. Los datos son elocuentes y humillantes, se recogen en un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica que retrata el horror en números: entre 1958 y 2012 murieron 220.000 personas directamente por causa del conflicto y la inmensa mayoría eran civiles. Entre 1985 y 2012 hubo 25.005 y 1.754 casos probados de desaparecidos y víctimas de violencia sexual respectivamente. Además se habla de miles de niños reclutados, de miles de amputados, de miles de secuestros, de cuerpos despedazados con motosierras, hornos crematorios, escuelas de tortura, etc.
También de millones de desplazados, porque el conflicto, aunque se extendió por toda Colombia, ha afectado sobre todo a las zonas rurales. En el país urbano se ve como una guerra próxima pero ajena, metida entre las montañas. Lo escribía recientemente en un artículo en el diario El espectador el líder jesuita Francisco de Roux: “las comunidades campesinas son las estigmatizadas, cargan con el dolor de sus muertos y están abandonadas a la inseguridad y al desplazamiento como resultado de un conflicto que no es de ellas”. Solo entre 1996 y 2012 se dieron 4.744.048 de desplazados, la inmensa mayoría campesinos a los que despojaron de su tierra y arrojaron a los barrios pobres de las ciudades a punta de pistola. Llegan a una periferia de miseria y de indiferencia. La solución de la ciudad es una trampa de desarraigo y hambre. Algunos lo saben y resisten. Lo decía un campesino, Luis Flores, en un reportaje de televisión: “Yo soy pobre desde cuna, tuve mis hijos, unos me acompañaron un tiempo, otros los…, uno de los muchachos lo desaparecieron, sí, lo cogieron ahí, no volvió a la casa. Y entonces llegó el desplazamiento de esa gente de paramilitares y el ejército, y nos fuimos para la ciudad, y allá, qué, como digo yo, qué saca uno con salirse para una ciudad, hacer qué, morirse de hambre uno, el que es del campo es del campo, eso son pendejadas”.
El conflicto armado en Colombia es una responsabilidad compartida entre las FARC, los paramilitares y el Estado. Esa es una de las conclusiones a la que llegaron y en la que coincidieron los doce expertos de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas de Colombia hace unos meses. Se entiende. La de Colombia es una guerra tan larga que buscar el origen es perderse en disquisiciones. Se está viendo en La Habana, la paz solo es posible si se pasan por alto los agravios. Es razonable, por otra parte, que los responsables de la guerrilla, sean de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia o del Ejército de Liberación Nacional, no quieran asumir ellos solos la responsabilidad de haber iniciado la guerra, que tengan razón cuando dicen que fue la injusticia contra el pueblo lo que llevó a sus integrantes a tomar las armas. Y seguramente cuando lo hicieron, lo hicieron con la sincera intención de construir una Colombia mejor, con más participación del pueblo y con más justicia social. Pero la realidad es que el conflicto se ha encallado y los resultados están muy lejos de ser lo que ellos esperaban. Además, el surgimiento de los paramilitares desbordó totalmente a la guerrilla y convirtieron en un infierno los pueblos y los campos donde había convivido la insurgencia. Se puede leer en un libro reciente titulado Y sin embargo se mueve, una reflexión colectiva en pro del diálogo con el Ejército de Liberación Nacional. Muchas veces y de muchos sitios, los guerrilleros huyeron ante el avance de los paramilitares con el apoyo de las Fuerzas Armadas del Estado, se refugiaron en las montañas y dejaron a la población abandonada y estigmatizada en manos de la “justicia” paramilitar: masacres, torturas, mutilaciones, terror, dominación, etc. Escribe el citado De Roux: “La realidad es inmensamente compleja, pero parte importante de la verdad es que el paramilitarismo creció como forma de seguridad de las grandes propiedades, amparado por el establecimiento, para responder a la guerra irregular en la que se alzó la guerrilla y para hacer directamente el trabajo sucio que no podía hacer la institucionalidad”. Es vox populi que los paramilitares contaron con la anuencia y el respaldo del Estado. Me lo dijo un taxista en Bogotá: “Se casaron con un diablo para matar a un diablito”.
Llegados a este punto, querer que la guerra siga es querer que sigan sufriendo los mismos de siempre. Pero a esos de siempre les sobran los motivos para estar hartos de balas y de palabras, de que luchen en su nombre pero sean ellos los que tengan que poner la tierra, el duelo y los muertos. Por eso, en estos días de esperanza, y asumiendo que en las negociaciones de La Habana se dejen fuera la corrupción, el clientelismo, etc., cobran fuerza lo que escribía recientemente Héctor Abad Faciolince: “En aras de un país menos violento, y de un futuro que no esté teñido de terrorismo guerrillero ni de contraterrorismo paraestatal, tengo la impresión de que la mayoría de quienes hemos sufrido penas inmensas en estos largos años de conflicto, consideramos, en palabras de Séneca, que “es preferible una paz injusta a una guerra justa”.
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