Se le quedó mirando. El viejo se mantuvo indiferente, con la vista clavada en el vacío, durante mucho rato. En cualquier caso, pensó Fulgencio, un loco indefenso y ensimismado. En un momento, el viejo le indicó con los ojos una maleta y le pidió que se sentara. Le extrañó, hasta ese instante se tenía ignorado por completo. Lo primero que hizo el viejo fue confesarle que era un ferviente admirador del doctor Zamenhof. Luego empezó a hablarle de su infancia en Cuba, de su puericia de niño consentido y casi sentimental, del miedo a los mambises refugiados en la manigua, de los domingos en el Puerto de Casilda y de los cuerpos desnudos en las playas de la isla de Cayo Blanco. Hablaba con la mirada perdida y la placidez en la mirada. De pronto empezó a reírse, se acordó de sus tiempos de coleccionista, dijo,
— En Cuba compilaba marquillas cigarreras
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