Leo sobre tanta gente mayor que está muriendo, y con enorme tristeza me acuerdo de este poema tristísimo de Gabriel y Galán que lleva por título Lo inagotable y con el que he llorado muchas veces desde niño. 
                   ArribaAbajoDe rodillas delante de la fosa
donde se pudre el mocetón garrido,
la pobre vieja sin moverse pasa
 
 la tarde del domingo.
   Una tarde otoñal, helada y muda,
de cielo muy azul, campiña yerta,
y un sol amarillento que se muere
 
 de frío y de tristeza.
   Una vela amarilla que no alumbra,
se quema, como el alma de la anciana,
cuyos ojos decrépitos no lloran
 
 porque no tienen lágrimas.
   Todas se las tragó la avara tierra
de la tumba del hijo malogrado,
a cuyos pies la hierba está escaldada
 
 con las sales del llanto.
   Vagaba por los ámbitos vacíos
del humilde y herboso cementerio,
el aroma de muerte que despide
 
 la tierra de los muertos.
   Volaban sobre el templo los cernícalos
y rasaban el viejo campanario
los bandos de veloces aviones
 
 que pasaban chillando.
   Y de la plaza del lugar venían
sones de tamboril y castañuelas,
notas de gaita que al hablar de amores
 
 infundían tristeza.
   ¡Cómo bailaba la muchacha alegre
para quien fue belleza vigorosa
lo que era ya bajo viscosa hierba
 
 montón de carne rota!
   Montón de carne rota que una madre
tuvo un día pegado a sus entrañas,
y espejado en las niñas de sus ojos
 
 y en el centro del alma.
   Y ya está allí, deshecho en las tinieblas,
el fuerte hastial de la feliz casita,
el que ganaba el mendruguito blando
 
 que la anciana comía.
   Una alondra del páramo vecino
se posó en la pared del campo santo
para beber el rayo agonizante
 
 del frío sol dorado,
   y cantó una canción opaca y fría
que ni siquiera le agitó el pechuelo
que cien mañanas pareció romperse
 
 modulando gorjeos.
   ¡Sorda elegía que inspiró Natura
junto a la tumba donde el mozo estaba,
que tantas veces, cual la alondra aquella,
 
 le cantó la alborada!
   Se hundieron en sus grietas los cernícalos,
y en los huecos del viejo campanario,
poco a poco los raudos aviones
 
 se metieron chillando.
   Cayó el silencio sobre el pueblo humilde,
murió la tarde y se marchó la alondra,
y la vida le dijo a la ancianita
 
 que estaba ya muy sola.
   ¡Era preciso abandonar al hijo!
Besó la tumba y apagó la vela,
que derramó sobre la hierba húmeda
 
 dos lágrimas de cera.
   ¡Y dieron todavía otras dos lágrimas
aquellos ojos que estrujó el dolor!
Ni ignoradas ni estériles las dieron:
 
 ¡las vimos Dios y yo!