lunes, 27 de abril de 2015

Congo


Ella volvió del cine y lo encontró viendo la televisión. Le dijo: ¿Qué pueden tener en común la violación de una niña de seis años y el teléfono móvil que tú te palpas cada mañana antes de salir de casa?  

El Congo fue la propiedad privada de Leopoldo II, rey de los belgas, entre 1885 y 1906. Él nunca se dignó en bajar hasta allí, quizá por eso no se enteró de que durante esos cuatro lustros sus mercenarios aniquilaron, de una u otra manera, a seis o siete millones de nativos, aproximadamente el 40 % de la población del país. Lo contó Adam Hochschild en un ensayo que publicó la editorial Península con el título El fantasma del rey Leopoldo en 2007. A lo mejor, si no fue, fue por eso. Tampoco le hizo falta. A su servicio y en nombre de la civilización muchos mercenarios belgas se encargaron de llevar a cabo uno de los expolios y exterminios más vergonzantes de la historia. Un ejercido de cinismo y de barbarie del que muchos se enteraron en 1902 cuando Joseph Conrad publicó ese libro soberbio que es El corazón de las tinieblas. Cuatro años después de su publicación, Leopoldo II cedió sus posesiones africanas al Estado belga, al “petit pays, petit gens” del que se sentía protector. 

Desde entonces las cosas no han cambiado demasiado en el Congo y las relaciones entre ambos territorios siguen siendo difíciles. En Bélgica la historia del Congo tiene mucho de vergüenza y de tabú y en el Congo muchos consideran a Bélgica cómplice y responsable de su historia y de su miseria. Es probable que algo de verdad haya en ello y que de aquellos polvos de acción humanitaria y catequizadora vengas estos lodos de impunidad y de avaricia. De riqueza y de miseria, porque el Congo, dicen, es un país bello y rico, y esa es, paradójicamente, otra vez más, la principal causa de su desgracia. La literatura y el cine están llenos de ejemplos que lo demuestran. Antes del conradiano “corazón de tinieblas”, ya supimos de la riqueza del Congo por los viajes en canoa de los exploradores Brazza y Stanley. Luego también por los de André Gide y Graham Greene. Mucho después por Bernardo Atxaga en Siete casas en Francia o Vargas Llosa en El sueño del celta. En el cine, es esclarecedor el documental de Peter Bate El rey blanco, el caucho rojo, la muerte negra, (2003). Acaba de estrenarse en Bruselas otro documental que demuestra que es cierto algo que se ha dicho miles de veces, que la realidad siempre supera a la ficción. Me refiero al documental “L'homme qui répare les femmes – La colère d’Hippocrate” (El hombre que repara a las mujeres. La cólera de Hipócrates)

El hilo conductor de este documental dirigido por los especialistas en África Thierry Michel y Colette Breckman es el ginecólogo y activista de los derechos humanos Denis Mukwege (Premio Olof Palme por su trabajo a favor de la paz y de los derechos humanos en la República Democrática del Congo y premio Sájarov del Parlamento Europeo a la libertad de conciencia, entre otros). El doctor Denis Mukwege fundó hace 16 años el hospital Panzi, en Bukavu, en la región de Kivu del Sur, y allí ha tratado a miles de mujeres y niñas que han sido violadas. Muchas de ellas, por varios hombres a la vez y además delante de su comunidad y de su familia. Lo hacen así porque esa es la manera de estigmatizarlas, de destrozarlas por dentro, por fuera y para siempre. Por eso, además de violarlas, también les destruyen sus genitales, les introducen heces, productos químicos, plástico hirviendo, etc. Las condenan a todos los dolores posibles y de por vida. 

Hay quien explica este tipo de prácticas en lo arraigado que está en la zona la magia negra, en la vieja creencia de que la sangre de las muchachas vírgenes purifica a los hombres y les provee de riqueza. Pero el documental demuestra que la realidad es mucho más prosaica y moderna, que las vaginas se han convertido en un campo de batalla, pero la guerra se libra por los metales, antes era por el caucho y los diamantes, ahora es por la casiterita y el coltán, tan indispensable para móviles, tabletas y consolas, etc. También se lo dijo muy claro la periodista, abogada y activista por los derechos de la mujer y premio Príncipe de Asturias a la Concordia 2014, Caddy Adzub al exmisionero Chema Caballero: “La mujer congoleña es el centro de la familia. Es la que la mantiene a través de lo que cultiva, de lo que vende (…) Gracias a su trabajo, las comunidades funcionaban. Cuando comenzó la guerra, los que la habían planificado sabían que en Congo, para ganar la guerra, había que destruir a las mujeres. Una mujer violada es una mujer enferma”. Eso mismo, pero aun con más crudeza, se lo cuenta Adzub también a Ouka Lelee en un documento estremecedor que puede verse en la red y que se titula Pour Quoi? Una mujer valiente.

También el doctor Denis Mukwege es un hombre valiente. En 2012 profirió un discurso ante la ONU: “Me encantaría decir que tengo el honor de representar a mi país, pero no puedo. De hecho, ¿cómo puede uno estar orgulloso de pertenecer a una nación sin defensa, abandonada a sí misma, completamente saqueada e impotente frente a 500.000 de sus niñas violadas durante 16 años; seis millones de sus hijos e hijas asesinados durante 16 años sin una solución duradera a la vista?”. Casi le costó la vida. Pensó en el bien de su familia y se vino a vivir a Bélgica. Pero consciente de la importancia y la necesidad de su trabajo se volvió al Congo. Y eso también aparece en el documental. La alegría de su vuelta, miles de mujeres aclamándolo, gritándole su agradecimiento y su valor, el de él y el de ellas: “desde siempre combatidas, a veces batidas, nunca abatidas”. Se las ve sonreír, levantar los brazos, bailar su dolor, transformar el sufrimiento en coraje y alegría.

Por eso, si bien este documental estremecedor demuestra que en la historia, la crueldad siempre admite otra vuelta de tuerca y que la rapiña no tiene fin, también nos demuestra que mujer es sinónimo de vida, de lucha, de resistencia y de alegría. Que es en ellas donde habita la esperanza, de donde únicamente puede arrancar el optimismo.


Él, la miró confundido, volvió a la tele y desistió. Ella le dio las buenas noches, pero, al instante, en alto, de espaldas: ¡Piénsalo!

sábado, 18 de abril de 2015

Cáceres

Foto: Francis Villegas

Lo bueno de salir del sitio donde se nace, es que te permite vivir muchas cosas que estaban al otro lado de lo rutinario, cosas de las que habías oído hablar, sobre las que habías leído, y que, al regazo de la conversación o de la lectura, te parecían admirables o imprescindibles. Sin embargo, el salir te permite también, y eso es lo que más me conmueve, disfrutar y estimar algunas otras cosas que por propias o cercanas las vivías sin llegar a apreciarlas. Eso que por estar allí desde siempre, tú siempre habías pasado por delante sin mirarlo ni gozarlo. Escribo esto porque aún estoy deslumbrado por los días de Semana Santa pasados en Cáceres. Sí, han sido días de sol y de derroche, he visto a Cáceres aún más hermoseada y con más gente que nunca. Y sí, estaba todo lo de cuando era niño, los alrededores de la Iglesia de Santiago, la terraza del consulado de Portugal, el Paseo Alto; también todo lo que seguía estando cuando ya dejé de serlo, cuando llegaron las ganas de saber, los desengaños y algunas borracheras, cuando el poso de la tradición se convirtió en un peso insoportable, cuando aquellas decisiones difíciles y cuando, también, finalmente, la de irse. Desde entonces, siempre y cada poco, vuelvo, y cada vez que lo hago Cáceres me parece una ciudad agraciada y agradecida.

Tengo a mi favor, para decir esto, que la distancia me protege de las mezquindades y los favoritismos, de las guerras cainitas y las ambiciones parecidas. También que pocas cosas me ruborizan más que la exaltación desmesurada de lo local frente a lo que se ignora de otros sitios, ese patriotismo zafio y anacrónico de algunas romerías y ciertas fases de la embriaguez. El pueblerinismo tozudo y bravucón que ve en el éxito de la tradición la razón de ser y el ombligo del mundo. 

Cáceres, por su parte, tiene a su favor la memoria del tiempo, el poder seguir siendo un enorme monumento de piedra rematado con cientos de cigüeñas blancas. Ofrecer rincones incomparables, el barrio de la judería, por ejemplo, y muchos muros en los que recostarte y poder mirar de frente el paso del tiempo y sus vestigios: la Torre de Bujaco, siempre firme y ya ahí desde siglo XII, o el Aljibe hispano-árabe, también desde entonces y también perfectamente conservado. Y así otros muchos recodos y otras calles. 

A eso se han ido añadiendo en los últimos años atractivos nuevos, la Fundación Mercedes Calles y Carlos Ballestero o el Centro de Artes Visuales Fundación Helga de Alvear, por ejemplo. Algunos rincones especialmente propicios para la contemplación y el recogimiento como el Olivar de la Judería o los jardines de Ulloa. También otros pequeños detalles que algunos cacereños y muchos turistas agradecen, por ejemplo, poder beberse una cervecita mirando a la Montaña desde Los Siete Jardines del Rincón de la Monja, tomarse un café en la Plaza de San Jorge en medio de este escenario: la iglesia de la Preciosa Sangre, los palacios de los Golfines de Abajo y de Luisa de Carvajal, la casa Palacio de los Becerra. 

Además, a Cáceres le acompañan las resonancias gustativas de ciertos sustantivos con su respectivos complementos de nombre que trascienden las citas anuales y los reclamos publicitarios: la torta del Casar, embutidos de bellota, pimentón de la Vera, cerezas del Jerte, miel de las Villuercas. (Y qué de las migas, tan pobres y tan ricas). Se entiende que uno se haya acostumbrado a recoger elogios cada vez que alguien le cuenta que ha visitado su ciudad, que no se resista a manifestarle su extrañeza a quien le dice no haberlo hecho todavía, que se lo reproche con preguntas retóricas del tipo ¿cómo es posible si Cáceres es el secreto a voces de los viajeros de verdad?, etc.

Es cierto, no obstante, y lo digo con el mayor de los respetos y con todo el cariño del que soy capaz, que aún nos quedan cosas por aprender. Y al decirlo pienso en tres o cuatro detalles, cosas menores, si se quiere, asuntos de cierta incontinencias, por ejemplo, ese desaseo del exceso, las toneladas de basura después del Chíviri en Trujillo, y me pregunto ¿tan difícil es divertirse, vocear, aliviarse, sin ponerlo todo perdido de basura y de meados? O el riesgo de morir de éxito, ver a alguien que te pregunta por tal o cual sitio de la ruta de la tapa cofrade, y que tres horas después ese mismo alguien te dice con disgusto y descontento, que una hora para servirles y otra para cobrarles ¿No es un riesgo excesivo que también se pueda medir el éxito de una iniciativa por las horas de espera y el servicio dudoso? Y qué me dicen de ese viejo vicio de tasar el precio del servicio en la cara del cliente, idéntica botella de agua y en la improvisación, cincuenta céntimos para el bolsillo ¿Hasta cuándo vamos a seguir con esa pillería tan primitiva y tan barata?

En fin, con todo, Cáceres es una ciudad a la que es imposible no regresar, se entiende entonces esta dependencia emocional, que uno vuelva siempre y cada poco, que incluso a veces se pregunte si acaso habrá llegado a irse alguna vez, si alguna vez alguien deja de estar en el sitio en que creció. Y sin embargo, sería tan divino poder preguntarse eso mismo con la propia vida, salir de ella, vivir en otras, volver cada poco, disfrutar con ganas renovadas del sol de la infancia, apreciar la belleza de las formas recostado en la solidez de los cimientos del principio.